Diario El Heraldo

Grandes Crímenes: Cuando el odio no es suficiente

CasoUn asesinato, cien balas y un complicado misterio

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SERIE 1/2

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. Ataque

Era temprano en la tarde, hacía calor pero no era tan agobiante como el de las últimas horas. El cielo se llenaba de nubes poco a poco y a lo lejos, sobre las montañas del Merendón, empezaba a caer una brisa que refrescaba el ambiente. Pronto iba a caer una tormenta sobre San Pedro Sula, sin embargo, aquel hombre no iba a disfrutarl­a…

Manejaba despacio, a causa del tráfico, y por su ventana entreabier­ta se escapaba el sonido estridente de una ranchera, acompañada con el humo espeso de su cigarro.

Iba solo, como lo hacía siempre que regresaba a su casa, aunque la Policía dijo, poco después, que cinco cuadras antes, cerca del Gran Hotel Sula, había bajado a una persona de la camioneta. Y esta persona no cerró bien la puerta, lo que aparenteme­nte no vio el hombre.

“Era una mujer –dijo un oficial de la Dirección Nacional de Investigac­iones (DNIC)–, y la tenemos identifica­da. Las cámaras de vigilancia la captaron con absoluta claridad”.

Menos de diez minutos después, un carro Honda Accord, de cuatro puertas, lo rebasó por la derecha mientras esperaba que en su línea se moviera un camión cargado de huevos. Del Honda salieron tres hombres, armados con fusiles largos y que llevaban chalecos antibalas, gorras caladas sobre los ojos y pasamontañ­as oscuros. Sin perder un segundo apuntaron a la camioneta y dispararon. Las ráfagas agudas estremecie­ron el aire. Saltaron por todos lados esquirlas de vidrio, astillas de metal y gotas de sangre. El hombre se estremeció en su asiento mientras las balas traspasaba­n su cuerpo. Fueron quince segundos de estruendo. Cuando los fusiles callaron, el hombre se desangraba tirado hacia la derecha, sostenido apenas por el cinturón de seguridad. Uno de los asesinos dijo algo y otro le obedeció en el acto, se acercó a la puerta del copiloto, la abrió y miró hacia adentro. El hombre, bañado en sangre, levantó la cabeza y lo vio con ojos vidriosos, entonces, el sicario dio un grito:

“¡Sigue vivo este hijo de p…!”

“Ya sabés lo que tenés que hacer” –le dijo su compañero.

El estallido de una nueva ráfaga de balas apagó el eco de aquellas palabras. La cabeza del hombre explotó, lanzando en todas direccione­s una mezcla rosada de sangre, hueso y masa encefálica. Un testigo que habló poco después con la Policía, dijo que parte de esa sangre cayó sobre él, que se había tendido en la acera caliente para huir de las balas.

“Eran tres –agregó–, y parecían asesinos expertos, como si estuvieran bien entrenados para matar gente”.

En los videos de seguridad, los detectives de homicidios de la DNIC comprobaro­n aquellas palabras.

“Estos son asesinos profesiona­les –dijo un agente–; manejan las armas muy bien, se plantan en el suelo con mucha seguridad y disparan con absoluta sangre fría y con la habilidad de un experto. Además, cubrieron bien a la víctima para no fallar un solo tiro”.

“Y la remataron, aunque me parece que eso no era necesario, el hombre se iba a morir de todas maneras”.

“Este detalle nos dice que quien ordenó su asesinato lo quería bien muerto”.

“Y debe ser alguien que lo odiaba…” “Tal vez estemos ante un ajuste de cuentas”.

“Es posible, pero para llegar a esta conclusión, la víctima debió estar envuelto en asuntos ilícitos, y no es ese el caso”.

“¿No? ¿Por qué lo decís?”

Rolando

Era un hombre joven, acababa de cumplir cuarenta años pero se cuidaba mucho para mantenerse en los treinta y cinco. Compraba verduras al por mayor y su negocio mejoraba cada día. Era casado y tenía tres hijos. Cuando la Policía entrevistó a la esposa, le extrañó que esta apenas mostrara algo de tristeza.

“Era como si la mujer hubiera esperado aquello –dice el agente que llevó el caso–; aunque tenía los ojos húmedos y estaba más pálida que blanca, no vi en ella la tristeza y la desesperac­ión común de las viudas ante el cadáver de su marido… Más bien, me pareció que estaba resignada, como si dijera en su mente: Ya sabía yo que iba a terminar así”.

El agente hace una pausa, da vuelta a varias páginas del expediente del caso, y me señala una fotografía tamaño carta. En ella se ve a una mujer joven, bonita, de cara larga y delgada, ojos grandes, boca de labios carnosos y nariz respingada.

“¿Ve usted alguna expresión en su cara?” –me pregunta el detective.

“En realidad, no” –le contestó después de unos segundos.

“Esta fotografía se la tomamos en la escena, mientras los muchachos de inspeccion­es oculares marcaban evidencias. Le pedí a uno de los fotógrafos que le tomara todas las fotos que pudiera porque su actitud me pareció extraña”. “Y, ¿no le pareció sospechosa?”

“Al principio, sí. Hasta llegué a creer que

Iba solo, como lo hacía siempre que regresaba a su casa, aunque la Policía dijo, poco después, que cinco cuadras antes, cerca del Gran Hotel Sula, había bajado a una persona de la camioneta. Y esta persona no cerró bien la puerta, lo que aparenteme­nte no vio el hombre”.

no le afectaba la muerte tan cruel de su marido porque ya la esperaba… porque ella la había ordenado”.

“Pero…”

“Ya verá usted”.

DNIC

Los videos de seguridad fueron revisados uno a uno por más de veinte cuadras. Volviendo hacia atrás, la camioneta de la víctima aparecía en todos, y el Honda Accord también, a no más de cincuenta metros de ella. Sin embargo, los policías no podían decir de dónde había venido Rolando porque no había cámaras en todo su recorrido. En la primera que apareció fue a unos dos kilómetros del lugar donde lo asesinaron, y esa cámara captó también al Honda detrás. El recorrido fue largo, pero el tráfico era rápido en casi todo aquel trayecto, hasta que se hizo más lento unos minutos después de que bajara a la mujer cerca del Hotel Sula.

“Allí –dice el detective–, el Honda se puso casi a la par de la camioneta, y en el video de seguridad se ve que las dos puertas de la derecha se abren un poco, pero se cerraron casi de inmediato, como si los sicarios hubieran comprendid­o que aquel no era el sitio más adecuado para ametrallar a la víctima”.

La camioneta se puso en movimiento medio segundo después, y el Honda dejó que avanzara. La mujer se acomodó la cartera en un hombro, vio hacia los lados y caminó hacia el banco Atlántida, dobló a la izquierda y detuvo un taxi. Este la llevó al City Mall… El agente de homicidios agrega:

“El taxista la recordaba bien porque le pareció demasiada fina y elegante como para que anduviera sola en el centro de San Pedro Sula, y más a pie. Y no la olvida porque le dio fuego para que encendiera un cigarro mentolado, y porque le pagó con un billete de cien lempiras y todavía le regaló cincuenta más… Dice el taxista que se veía feliz… Cuando le enseñamos unas fotografía­s que tomamos de los videos de seguridad, el hombre la reconoció de inmediato”.

“Es ella –les dijo a los detectives–; la dejé en el City pero no entró al Mall… Creo que tenía el carro en el parqueo…”.

Análisis

Los detectives estaban en una encrucijad­a. Se preguntaba­n ¿quién era aquella mujer y de dónde venía con la víctima? Además, los agentes querían entender por qué los asesinos no ametrallar­on al hombre mucho antes, ya que en todo el recorrido tuvieron oportunida­d de hacerlo, a pesar de la rapidez del tráfico. Les bastaba cruzar el Honda frente a la camioneta, bajarse y disparar. Se ha hecho muchas veces. Sin embargo, los policías querían saber por qué no lo hicieron antes, y por qué lo atacaron hasta que se detuvo detrás de aquel camión cargado de huevos y en una fila de carros en la que ellos mismos tuvieron dificultad para escapar.

“Tal vez tenían orden de no poner en riesgo la vida de la mujer” –dijo un detective.

“Es posible –respondió otro–, aunque no podemos estar seguros de que los asesinos supieran que ella iba allí”.

“Pero también es posible que los hubieran seguido desde el lugar de donde salieron juntos… un motel, por ejemplo…”.

“Pero los moteles están fuera de la ciudad, y en ese trayecto pudieron disparar sin complicars­e la huida…”

“Pero los hubieran matado a los dos, y tal vez alguien quería salvaguard­ar a la mujer”.

Siguió a esto un momento de silencio, hasta que un detective lo rompió al decir:

“Si nos fijamos bien en las imágenes cerca del Hotel Sula, cuando la mujer se baja, los sicarios abrieron las puertas del Honda, como si hubieran querido disparar en ese sitio…”.

“Pero la mujer ya se había bajado –replicó otro–, y la camioneta se ponía otra vez en movimiento”.

“Si vemos bien, el Honda está a menos de dos metros de la camioneta”.

“Y a unos cinco o siete metros de la mujer… lo que nos dice que la hubieran herido con la lluvia de balas que le recetaron al hombre”.

“Tenés razón”.

“Entonces, debemos creer que el que ordenó el asesinato lo quería muerto solo a él, y loquería bien muerto”.

Nuevo silencio.

Al final, un detective preguntó: “¿Cuántas balas se dispararon?” “Ciento siete balas de Ak-47”.

Hubo un silbido de sorpresa. “¡Ciento siete balas! –exclamaron dos agentes–. Sí que lo querían bien muerto” – añadió uno de ellos.

“Los videos de seguridad y los testigos del crimen dicen que los asesinos quisieron asegurarse de que estuviera muerto antes de irse… Uno de ellos abrió la puerta del copiloto, que la mujer dejó medio abierta, y dijo que el hombre seguía vivo… Después, lo remató disparándo­le a menos de un metro de distancia. Esto nos pone ante una operación que no debía tener errores… El hombre debía algo, y tenía que pagar con una muerte cruel y segura”. “¿Qué debería?”

“Ya sabemos que no se dedicaba a nada ilícito, era comerciant­e y tenía excelentes clientela; además, era próspero…”.

“Tal vez no pagaba extorsión”.

“Su administra­dor dice lo contrario. Estaba al día con eso”.

Alguien tosió en medio de la nube de humo de cigarro que flotaba sobre ellos. “Y si nos fijamos bien, los asesinos no parecen…” “¿Qué?”

“Bueno, vemos que son profesiona­les, hombres entrenados, sin escrúpulos y de sangre fría, y que actuaron con demasiada saña pero no para dejar un mensaje sobre lo despiadado­s que pueden ser, sino más bien para asegurarse la muerte del hombre… Creo que si los asesinos fueron extorsiona­dores, no hubieran esperado tanto tiempo para atacarlo… Además, no les hubiera importado un pelo que la mujer se muriera con él”. “¿Entonces?”

“Vamos por partes…”.

MAS. El detective a cargo del caso carraspeó para aclarar la garganta, luego, dijo:

“Mire, Carmilla, en el carro, que quedó pasconeado a balazos, encontramo­s una pistola de .9 milímetros, sin el seguro y lista para disparar, al lado de la palanca de la emergencia. El hombre ni siquiera la tocó…” “¿Qué más encontraro­n?”

El detective dio vuelta a varias páginas más, y dijo:

“Todo está en el expediente… Ya le digo”. Hizo una pausa, siguió volviendo páginas y, mientras lo hacía, agregó:

“Este es un caso que nos dio guerra…”. “Y la mujer que venía con la víctima, ¿la encontraro­n?”

Sin levantar la cabeza, el policía sonrió. “Espérese, no coma ansias”.

Sin embargo, seguí con otra pregunta: “¿Y la esposa que tenía que ver en el asesinato?”

El detective se detuvo un momento. “Sospeché de ella desde el primer momento –dijo–; bueno, desde que vi su actitud tan fría… y la forma en que mataron al marido, con saña pero también con odio… con demasiado odio”.

Bajó la cabeza de nuevo y murmuró: “Pero espérese un momento… Voy a enseñarle algo…”. Continuará la próxima semana...

El estallido de una nueva ráfaga de balas apagó el eco de aquellas palabras. La cabeza del hombre explotó, lanzando en todas direccione­s una mezcla rosada de sangre, hueso y masa encefálica. Un testigo que habló poco después con la Policía, dijo que parte de esa sangre cayó sobre él, que se había tendido en la acera caliente para huir de las balas”.

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