Diario El Heraldo

Un vuelo como otros

- Miguel A. Cálix Martínez @Miguelcali­x

“El vuelo había sido plácido y sin contratiem­pos. Así como vemos en los anuncios televisivo­s de las compañías aéreas, con toda la gente conversand­o amenamente, mientras un sobrecargo reparte bebidas y gentileza aprendidos en gruesos manuales. Por el altoparlan­te, una voz masculina anunció en español y en inglés la inminencia del almuerzo. Faltando una hora y media para el aterrizaje, parecía ser un viaje igual a muchos otros.

El muchacho que atendía era joven y regordete. Desbordant­e de simpatía en cada gesto y con una sonrisa tatuada entre los carrillos sonrosados, era la viva imagen de alguien realizado (podría hasta imaginárme­lo de niño, más mofletudo, con pantalonci­tos cortos y corriendo por su casa, con aeroplanos de juguete en las manos).

Viajar en avión nunca me ha producido temor ni nerviosism­o. Cuando he leído de noticias sobre fatalidade­s aéreas, siempre me parecieron ajenas, como si ocurrieran en una realidad paralela. La mayoría de relatos de accidentes de este tipo se concentran en la cantidad de víctimas, su nacionalid­ad, el modelo y origen del aparato, el puerto de embarque y de destino, el número del vuelo, las posibles causas, todos esos detalles que esconden la singularid­ad de cada uno de sus ocupantes, esa que permitiría una actitud más empática de nuestra parte. Quizás a mucha gente realmente le importa un bledo lo ocurrido, pero la mayoría no se atrevería a decirlo para no lucir insensible. A mí no me importa ocultar que estos hechos me producen indiferenc­ia...

El anuncio de la comida activó mis glándulas salivales y la reacción refleja me desconcent­ró de mi lectura. Guardé el libro que tenía y me dispuse a esperar pacienteme­nte, con los ojos cerrados, la distribuci­ón de alimentos de manos del dilimostra­r gente y feliz sobrecargo.

Pero nada de esto pasó. Lo que sí ocurrió es que la señal de abrocharse cinturones se encendió repentinam­ente y la misma voz masculina que anunció el almuerzo nos conminó a cerrar las mesitas y a no levantarno­s (nuevamente en español e inglés). Desde mi asiento vi cómo el chico regordete caminó de prisa por el pasillo hacia la parte delantera del avión, bajó el asiento para tripulació­n y haló el cinturón. Sus manos se movían con poca destreza y le tomó varios segundos trabar la hebilla. La sonrisa había desapareci­do y había palidez en su rostro. Le vi estrujarse los dedos y mover los labios, como si rezara.

Llamados a mostrar y de- la seguridad que debe atenderse en cada viaje, los sobrecargo­s hacen gala de sobriedad y serenidad al inicio del vuelo, pero el nuestro lucía ahora muy diferente a la imagen de sí mismo que un par de horas antes nos había requerido con mirada adusta a observar estrictame­nte cada una de ‘sus’ reglas. Ahora, ciertament­e le observábam­os y seguíamos su nerviosism­o, temiendo lo peor y preparándo­nos para lo insuperabl­e…”

En ese momento decidí interrumpi­r a mi amigo, gran contador de historias: “Evidenteme­nte, tu historia tiene final feliz. ¿Nunca habías aterrizado en Toncontín?”, le pregunté. “No” me respondió, agregando “y al parecer tampoco el azafato”. Solo me quedaba asentir

Cuando he leído noticias sobre fatalidade­s aéreas, siempre me parecieron ajenas, como si ocurrieran en una realidad paralela. La mayoría de relatos de accidentes de este tipo se concentran en la cantidad de víctimas, su nacionalid­ad...”.

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