Un vuelo como otros
“El vuelo había sido plácido y sin contratiempos. Así como vemos en los anuncios televisivos de las compañías aéreas, con toda la gente conversando amenamente, mientras un sobrecargo reparte bebidas y gentileza aprendidos en gruesos manuales. Por el altoparlante, una voz masculina anunció en español y en inglés la inminencia del almuerzo. Faltando una hora y media para el aterrizaje, parecía ser un viaje igual a muchos otros.
El muchacho que atendía era joven y regordete. Desbordante de simpatía en cada gesto y con una sonrisa tatuada entre los carrillos sonrosados, era la viva imagen de alguien realizado (podría hasta imaginármelo de niño, más mofletudo, con pantaloncitos cortos y corriendo por su casa, con aeroplanos de juguete en las manos).
Viajar en avión nunca me ha producido temor ni nerviosismo. Cuando he leído de noticias sobre fatalidades aéreas, siempre me parecieron ajenas, como si ocurrieran en una realidad paralela. La mayoría de relatos de accidentes de este tipo se concentran en la cantidad de víctimas, su nacionalidad, el modelo y origen del aparato, el puerto de embarque y de destino, el número del vuelo, las posibles causas, todos esos detalles que esconden la singularidad de cada uno de sus ocupantes, esa que permitiría una actitud más empática de nuestra parte. Quizás a mucha gente realmente le importa un bledo lo ocurrido, pero la mayoría no se atrevería a decirlo para no lucir insensible. A mí no me importa ocultar que estos hechos me producen indiferencia...
El anuncio de la comida activó mis glándulas salivales y la reacción refleja me desconcentró de mi lectura. Guardé el libro que tenía y me dispuse a esperar pacientemente, con los ojos cerrados, la distribución de alimentos de manos del dilimostrar gente y feliz sobrecargo.
Pero nada de esto pasó. Lo que sí ocurrió es que la señal de abrocharse cinturones se encendió repentinamente y la misma voz masculina que anunció el almuerzo nos conminó a cerrar las mesitas y a no levantarnos (nuevamente en español e inglés). Desde mi asiento vi cómo el chico regordete caminó de prisa por el pasillo hacia la parte delantera del avión, bajó el asiento para tripulación y haló el cinturón. Sus manos se movían con poca destreza y le tomó varios segundos trabar la hebilla. La sonrisa había desaparecido y había palidez en su rostro. Le vi estrujarse los dedos y mover los labios, como si rezara.
Llamados a mostrar y de- la seguridad que debe atenderse en cada viaje, los sobrecargos hacen gala de sobriedad y serenidad al inicio del vuelo, pero el nuestro lucía ahora muy diferente a la imagen de sí mismo que un par de horas antes nos había requerido con mirada adusta a observar estrictamente cada una de ‘sus’ reglas. Ahora, ciertamente le observábamos y seguíamos su nerviosismo, temiendo lo peor y preparándonos para lo insuperable…”
En ese momento decidí interrumpir a mi amigo, gran contador de historias: “Evidentemente, tu historia tiene final feliz. ¿Nunca habías aterrizado en Toncontín?”, le pregunté. “No” me respondió, agregando “y al parecer tampoco el azafato”. Solo me quedaba asentir
Cuando he leído noticias sobre fatalidades aéreas, siempre me parecieron ajenas, como si ocurrieran en una realidad paralela. La mayoría de relatos de accidentes de este tipo se concentran en la cantidad de víctimas, su nacionalidad...”.