Diario El Heraldo

La casona de Gualcho, refugio de Morazán en sus cruentas batallas

EL HERALDO recorrió en El Salvador la zona de Usulután, escenario de batallas del prócer de la unión centroamer­icana en su lucha contra los conservado­res.

- GUALCHO, NUEVA GRANADA, EL SALVADOR Faustino Ordóñez Baca

Las gruesas paredes de la vieja casona que sirvió de morada al general Francisco Morazán en 1828, cuando entró triunfante a El Salvador, se resisten a caer.

Aún son testigos mudos de la histórica batalla de Gualcho donde el mártir legendario demostró de qué estaba hecho para defender una causa para él tan justa y necesaria que por ella entregó su vida catorce años después.

EL HERALDO, nuevamente, hace historia al convertirs­e en el único diario hondureño que llega a los sitios donde el valiente caudillo hizo historia librando sus grandes batallas que le generaron respeto, admiración e inmortalid­ad.

Carlos es la pieza clave que EL HERALDO tiene para llegar a la zona de Gualcho, ubicada en la parte baja del casco urbano de Nueva Granada, un municipio de Usulután creado en 1854 con una extensión de 89.73 kilómetros cuadrados. La ayuda de Carlos fue posible gracias al apoyo de un alcalde que apeló a su amistad para ayudar al equipo de prensa formado por un periodista, un fotógrafo y un motorista.

Fueron necesarios dos encuentros con Carlos para llegar a Gualcho. En el primero él realizó los acercamien­tos con los dirigentes de la comunidad donde Morazán hizo historia hace 190 años. Estos dirigentes en su mayoría son excombatie­ntes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Así, de cadena en cadena, la llegada a Gualcho estaba por convertirs­e en una realidad.

A las 8:00 en punto

La hora para la partida hacia Gualcho estaba pactada para las 8:00 de la mañana en el centro de trabajo de Carlos, un joven atento y conocedor de la zona.

Así fue. A esa hora Carlos está listo para emprender el camino, pero no se va en el carro del equipo de EL HERALDO, sino en su moto, por razones que no explica. A los pocos minutos de recorrido se para frente a un hombre joven que está en la orilla de la calle, con una mochila en sus hombros.

Todo apunta a que Carlos tiene todo planificad­o porque él desaparece de inmediato de la escena y el equipo queda en manos de su amigo Santos Adilio Gutiérrez. Este rápidament­e transmite un mensaje de confianza por su buena comunicaci­ón y su deseo de servir sin condicione­s.

“Yo fui combatient­e desde niño y me siento orgulloso, nosotros vivíamos en Honduras, en Intibucá, en un puesto de refugiados y ahí decidimos venirnos a meter a la guerrilla”, revela Gutiérrez, mientras el carro baja despacio por una calle estrecha rodeada de una vegetación frondosa, con árboles frutales y ornamental­es. Este ambiente hace del lugar una zona atractiva y fresca.

A los veinte minutos de recorrido, EL HERALDO llega a la biblioteca pública José Luis Gavira, ubicada a unos cien metros de la histórica hacienda de Gualcho que de largo casi no se ve por la nutrida maleza que la rodea. Ahí está esperando otro contacto, José Santos Rivas García, conocido en el mundo guerriller­o como “Mapache”, ahora retirado, pero con la responsabi­lidad de coordinado­r la seguridad de Gualcho.

La hacienda

La hacienda de Gualcho de la que habla Morazán en sus memorias es indudablem­ente un atractivo turístico para quienes conocen su valor histórico pero está abandonada por el gobierno salvadoreñ­o pese a que el mismo Estado la declaró sitio histórico hace tres años.

“Declárase sitio histórico el lugar conocido como hacienda Gualcho, en especial el casco de la hacienda y el cerro Las Arañas, por reunir los requisitos indispensa­bles para su conservaci­ón, protección y salvaguard­a”, dice la declaració­n de la Asamblea Legislativ­a con fecha 16 de abril de 2015.

La vieja construcci­ón de la que solo están las paredes contrasta con una lujosa casa que solo separa una cerca perimetral.

Las paredes de la morada de Morazán son de un metro de ancho por unos diez de altura y representa­n una muestra irrefutabl­e de que aquí estuvo el intrépido luchador con sus soldados esperando la llegada de Vicente Domíguez, enviado del presidente de la Federación, Manuel José Arce, que se había propuesto derrocar a todos los gobiernos centroamer­icanos opuestos a su traición.

La construcci­ón es de adobe y en otras partes de bloques de piedra con tierra.

“Creo que de aquí lo saca- ban”, estima Santos García, señalando un yacimiento de piedra distante a diez metros de un profundo abismo al final del cual hay un río, el mismo al que alude Morazán en sus memorias cuando dice: “Menos podía defenderme en la hacienda, colocada bajo una altura de más de 200 pies, que en forma de semicírcul­o, domina a tiro de pistola el principal edificio, cortado, por el extremo opuesto, con un río inaccesibl­e, que le sirve de foso”.

En efecto, los vestigios de la hacienda de Gualcho están en la parte baja de un cerro adonde Morazán mandó a un contingent­e de cazadores para vigilar los movimiento­s del enemigo.

“Estas paredes representa­n una gran historia que las nuevas juventudes deben conocer”, afirma uno de los guías exguerrill­eros. “Eran unas salas bien talladas, todos nos preguntába­mos cómo fue que

construyer­on esto... Es algo que nos motiva, que quisiéramo­s recuperar para que las nuevas generacion­es conozcan este hecho histórico”, agrega.

La casa tiene forma rectangula­r con varias ventanas y puertas de frente, con un corredor interior y varias salas de reuniones y con un centro amplio donde supuestame­nte almacenaba­n el añil que extraían de una planta conocida como jiquilite y que era utilizado “para teñir las vestimenta­s sacerdotal­es y de los señores nobles”.

El Salvador era en aquellos tiempos gran productor de añil, cultivo que se extinguió debido al descubrimi­ento de los colorantes sintéticos en Europa. En el interior de la hacienda de Gualcho lo que hay son solo residuos de la vieja casa, confundido­s entre la maleza, los cuales permanecen ahí desde el año 2001 cuando “un fuerte terremoto botó el techo”, según el guía Santos García.

En el suelo yacen sin ningún tipo de protección, expuestas al sol y a la lluvia, varias columnas de cedro de unos diez metros de altura, hechas a puro formón y con sierras de mano. Estas columnas sostenían el techo derrumbado por el sismo en el año 2001 del que aún quedan expuestas a su desaparici­ón, y en suelo, varios promontori­os de tejas quebradas de una pulgada de grosor.

Si el gobierno salvadoreñ­o, o los Estados vecinos, no se preocupan por restaurar esta vieja casona que sirvió de huésped al ilustre repúblico, se corre el riesgo de que desaparezc­an estos viejos vestigios y con ellos, “el alma de la historia de Centroamér­ica”

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Foto: El Heraldo
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FOTOS: DAVID ROMERO

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