Diario El Heraldo

Lecciones de democracia

- Miguel A. Cálix Martínez @Miguelcali­x

n la escuela nuestras educadoras hacían su mejor esfuerzo por enseñarnos los principios de la vida democrátic­a, con su fe inquebrant­able que vendrían tiempos mejores. Eran los años de los gobiernos militares, cuando no había elecciones y las autoridade­s eran elegidas desde la cúpula castrense. No había campañas políticas, ni actividade­s proselitis­tas de los partidos. Institucio­nes

Ecomo el Congreso Nacional, el Tribunal de Elecciones, las Corporacio­nes Municipale­s, entre otras, no funcionaba­n “por causas de fuerza mayor”.

Sin embargo, en una acción que hoy me parece subversiva –en el fondo y en la forma- año con año, elegíamos democrátic­amente “la directiva del grado”, con la participac­ión de todas y todos mis compañeros. Recuerdo bien que la posibilida­d de elegir o ser electa era igual, sin discrimina­ción alguna, pues no importaba el sexo o condicione­s particular­es del niño o niña (tuvimos presidenta­s y presidente­s). Había entre nosotros hijos e hijas de esforzados obreros, de profesiona­les, de parejas y de madres solteras, más de alguno con holgura o dificultad­es económicas. Compartíam­os el salón de clases hondureños y extranjero­s. La mayoría éramos del país, excepto un chileno, un argentino, una uruguaya, varios nicaragüen­ses (con el paso de los años entendí que se trataba de hijos de exiliados políticos, pero a esto me referiré más adelante). Todos podíamos votar o ser propuestos para la directiva.

El día de la elección de la directiva del grado era una ocasión especial, que concluía con una pequeña celebració­n. Vencedores y vencidos compartíam­os bocadillos, comentario­s y risas, después de un conteo que se saldaba con rayitas escritas con tiza sobre la pizarra verde. No recuerdo mucho sobre las propuestas que hacían los candidatos y candidatas, pero sí que los ganadores tenían la honrosa distinción de representa­r al grado en las actividade­s escolares, intra y extramuros.

Para nuestros amiguitos extranjero­s era una suerte de reivindica­ción simbólica: sus padres debieron abandonar sus hogares y realidades, salvando el pellejo inclusive, pero ellos podían aprender el ejercicio de este derecho esencial de la democracia en Honduras (¡vaya paradoja!). En aquellos días difícilmen­te podíamos entender el valor de lo que nuestras maestras organizaba­n para nosotros con tanta dedicación. Siempre había ganadores y quien quedaba en segundo lugar, aceptaba el resultado mientras enjugaba una lagrimita, cooperando siempre con quien resultaba triunfador.

También en casa las decisiones hogareñas trascenden­tales eran asuntos que papá y mamá sometían a debate democrátic­o y por “el bien común” (como el destino del paseo dominical o con quien se disfrutarí­an las fiestas de fin de año), siendo las preferenci­as siempre balanceada­s: mi padre, con mi madre -su media naranja- hacían valer consensos imposibles, sin que ninguno rebatiera luego la decisión, pues era final y se respetaba.

Los niños aprendemos y practicamo­s lo que nos enseñan y demuestran los adultos. Valga la reflexión, a propósito de las lecciones que nos han regalado las dirigencia­s de nuestra imperfecta democracia en estos aciagos tiempos

En una acción que hoy me parece subversiva –en el fondo y en la forma–, año con año elegíamos democrátic­amente “la directiva del grado”, con la participac­ión de todas y todos mis compañeros”.

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