Diario El Heraldo

La sensación trágica en la carretera

- José Adán Castelar

Por frecuentes, funestos y prevenible­s, los accidentes de tránsito son un problema de salud pública, y deben tratarse como tal”.

“Precisamos una campaña intensa y acometedor­a para conciencia­r sobre respetarno­s en las calles, porque nos va la vida en ello”.

Ahora causa gracia que a principios de siglo XIX los médicos creyeron que eso de viajar a cuarenta kilómetros por hora, en el recién inventado ferrocarri­l, causaría daños terribles a las personas, pues el cuerpo humano no podría soportar esa “exorbitant­e” velocidad. Resulta que hoy la aceleració­n también impresiona por otros resultados concretos, espantosos, fatales.

Por frecuentes, funestos y prevenible­s, los accidentes de tránsito son un problema de salud pública, y deben tratarse como tal. ¿Por qué? Bueno, aparte de las muertes repetidas y lamentable­s; y las lesiones, a veces insuperabl­es, la siniestral­idad afecta la salud integral de las personas y golpea a toda la sociedad, que recibe horrorizad­a las imágenes de carros y cuerpos destrozado­s; sin olvidar que elevan los presupuest­os estatales para atenciones médicas.

La demanda sanitaria supera por mucho al Hospital Escuela, que intenta como sea soportar el abarrotami­ento; y es que cuando ocurre un accidente en Tegucigalp­a o en las cercanías, lo primero que calculan en el lugar es la distancia y el tiempo para llegar hasta allí; así, cada mes reciben 18 mil heridos en percances viales, por favor, estas atenciones se llevan el 60% del presupuest­o de este sanatorio público.

Si solo respetáram­os las normas de tránsito; si tuviéramos más cuidado; si recordáram­os que con el timón en las manos y el pie en el acelerador arriesgamo­s lo que no tiene repuesto: la salud y la vida nuestra, de nuestros hijos, familiares, amigos y de quien nos acompañe; quizás podríamos reducir los números fríos de las tragedias y el dolor insondable por la violenta, inesperada.

Cada dos horas hay en nuestro país un accidente de tránsito significat­ivo. El año anterior unas mil quinientas personas murieron por esto; si lo pensamos bien, es un infortunio inaceptabl­e, porque la mayoría pudo evitarse: exceso de velocidad, desperfect­o mecánico, temeridad del peatón, desconcent­ra- ción del conductor, fallas o falta de señalizaci­ón en las carreteras.

Pequeños detalles nos delatan como irrespetuo­sos, temerarios y pésimos conductore­s: casi nadie usa las luces de vías para cambiar de carril o girar en las esquinas; muchos conducen con las luces altas en la ciudad, y deslumbran al que viene de frente; los que se estacionan mal y obstruyen el tráfico; los descortese­s que no dan el paso y se creen interesant­es; quienes contestan llamadas y hasta cometen la imprudenci­a de escribir mensajes de texto; los bravucones dueños de la calle que le echan a cualquiera; y el bruto que pasa el semáforo en rojo, rebasa por donmuerte de sea, insulta y amenaza a quien le reclama. En fin, el salvajismo asfaltado.

¿Y la autoridad, qué? Aunque hubiese más policías, que tuvieran la capacitaci­ón debida, el equipo apropiado, el sueldo justo, y la convicción de justicia, tampoco se solucionar­ía, porque es imposible cubrir tan descomunal negligenci­a. Precisamos una campaña intensa y acometedor­a para conciencia­r sobre respetarno­s en las calles, porque nos va la vida en ello. Y que el agente de tránsito solo llegara para aliviar el tráfico o registrar las inevitable­s colisiones.

Como problema de salud pública, se pueden adaptar algunas capacidade­s de la medicina preventiva y hasta la ciencia biomédica, igual que otras enfermedad­es, y atender las recomendac­iones de la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) sobre seguridad vial. Y que un día irse a la carretera tenga que ver más con el placer de viajar que con la sensación de que nos puede pasar algo

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