La sensación trágica en la carretera
Por frecuentes, funestos y prevenibles, los accidentes de tránsito son un problema de salud pública, y deben tratarse como tal”.
“Precisamos una campaña intensa y acometedora para concienciar sobre respetarnos en las calles, porque nos va la vida en ello”.
Ahora causa gracia que a principios de siglo XIX los médicos creyeron que eso de viajar a cuarenta kilómetros por hora, en el recién inventado ferrocarril, causaría daños terribles a las personas, pues el cuerpo humano no podría soportar esa “exorbitante” velocidad. Resulta que hoy la aceleración también impresiona por otros resultados concretos, espantosos, fatales.
Por frecuentes, funestos y prevenibles, los accidentes de tránsito son un problema de salud pública, y deben tratarse como tal. ¿Por qué? Bueno, aparte de las muertes repetidas y lamentables; y las lesiones, a veces insuperables, la siniestralidad afecta la salud integral de las personas y golpea a toda la sociedad, que recibe horrorizada las imágenes de carros y cuerpos destrozados; sin olvidar que elevan los presupuestos estatales para atenciones médicas.
La demanda sanitaria supera por mucho al Hospital Escuela, que intenta como sea soportar el abarrotamiento; y es que cuando ocurre un accidente en Tegucigalpa o en las cercanías, lo primero que calculan en el lugar es la distancia y el tiempo para llegar hasta allí; así, cada mes reciben 18 mil heridos en percances viales, por favor, estas atenciones se llevan el 60% del presupuesto de este sanatorio público.
Si solo respetáramos las normas de tránsito; si tuviéramos más cuidado; si recordáramos que con el timón en las manos y el pie en el acelerador arriesgamos lo que no tiene repuesto: la salud y la vida nuestra, de nuestros hijos, familiares, amigos y de quien nos acompañe; quizás podríamos reducir los números fríos de las tragedias y el dolor insondable por la violenta, inesperada.
Cada dos horas hay en nuestro país un accidente de tránsito significativo. El año anterior unas mil quinientas personas murieron por esto; si lo pensamos bien, es un infortunio inaceptable, porque la mayoría pudo evitarse: exceso de velocidad, desperfecto mecánico, temeridad del peatón, desconcentra- ción del conductor, fallas o falta de señalización en las carreteras.
Pequeños detalles nos delatan como irrespetuosos, temerarios y pésimos conductores: casi nadie usa las luces de vías para cambiar de carril o girar en las esquinas; muchos conducen con las luces altas en la ciudad, y deslumbran al que viene de frente; los que se estacionan mal y obstruyen el tráfico; los descorteses que no dan el paso y se creen interesantes; quienes contestan llamadas y hasta cometen la imprudencia de escribir mensajes de texto; los bravucones dueños de la calle que le echan a cualquiera; y el bruto que pasa el semáforo en rojo, rebasa por donmuerte de sea, insulta y amenaza a quien le reclama. En fin, el salvajismo asfaltado.
¿Y la autoridad, qué? Aunque hubiese más policías, que tuvieran la capacitación debida, el equipo apropiado, el sueldo justo, y la convicción de justicia, tampoco se solucionaría, porque es imposible cubrir tan descomunal negligencia. Precisamos una campaña intensa y acometedora para concienciar sobre respetarnos en las calles, porque nos va la vida en ello. Y que el agente de tránsito solo llegara para aliviar el tráfico o registrar las inevitables colisiones.
Como problema de salud pública, se pueden adaptar algunas capacidades de la medicina preventiva y hasta la ciencia biomédica, igual que otras enfermedades, y atender las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre seguridad vial. Y que un día irse a la carretera tenga que ver más con el placer de viajar que con la sensación de que nos puede pasar algo