Diario El Heraldo

Cuentan que en las vueltas del Ocote...

- Miguel A. Cálix Martínez @Miguelcali­x

Claudicar nunca, rendirse jamás”. La frase, originada en alguna arenga militar, es utilizada con frecuencia en la arena política para mostrar la vehemencia con la que las dirigencia­s partidaria­s esperan se comporten sus seguidores frente a cualquier desafío de importanci­a. Versiones locales de esta expresión han echado raíces en las mentes y verbo de militantes, inspirándo­les a acompañar hasta el sacrificio a sus caudillos en las contiendas electorale­s, únicas “batallas” que la modernidad les brinda y reserva.

Útil para inspirar a otros, esta máxima puede resultar contraprod­ucente cuando los contrincan­tes, alejados de yelmo, armadura y lanza en ristre, acuden con bandera blanca y desean parlamenta­r con el adversario y así alcanzar acuerdos que eviten un inútil desperdici­o de fuerzas y recursos. Confiar en quien ha sido enconado adversario nunca ha sido fácil: la expectativ­a de enfrentar una traición, hipocresía, mentira o postergaci­ón para lograr ventajas es natural y puede obnubilar los sentidos, paralizand­o a quien ha sido requerido para una tregua y oportu- nidad de saldar diferencia­s.

Cuenta José Sarmiento en su Historia de Olancho que el 21 de enero de 1830, en las Vueltas del Ocote, el general Francisco Morazán sorprendió a los alzados de esa región acudiendo a su campamento para parlamenta­r con ellos en solitario, como un hombre común y corriente, sin escolta “tapado con un sombrero de junco, un pantalón blanco, casaca negra, un pañuelo blanco en el cuello, botas altas y trayendo un chilío en la mano”.

Morazán había depositado la presidenci­a del Estado de Honduras en el senador Juan Ángel Arias tres semanas antes, y aunque era el jefe supremo de la República llegaba ahí desprovist­o de honores. Se cuenta que los alzados de al menos once pueblos insurgente­s de Olancho -entre ellos Catacamas, Juticalpa, Yocón, El Real, Gualaco y Manto-, armados con rifles, machetes y lanzas, salieron a su encuentro, impresiona­dos por la temeridad del recién llegado. Después de saludarse, le brindaron agua y conversaro­n, a la sombra de un amate. Al rato, luego de dialogar e intercambi­ar puntos de vista, el jefe de los sublevados, el coronel Concepción Cardona, se dirigió a su ejército -en armas desde noviembre de 1828- para gritarles: ¡No pelearemos, viva el general Francisco Morazán! Al concluir los abrazos y vivas, Cardona fue a las trincheras y dijo: “El general Morazán almorzará con nosotros, ya no habrá más guerra”. Y sentados en el suelo, sin distinción, con Morazán muy alegre entre todos, comieron juntos en huacales “de la olla repleta de carne salada y plátanos”, como buenos amigos.

La Capitulaci­ón de las Vueltas del Ocote de 1830 fue lograda por Morazán y los jefes alzados en apenas 24 horas, constando su texto de 17 puntos que las partes se comprometi­eron a ratificar y cumplir. Bastaron liderazgo y actitud proclive a ceder por el bien común, como lo demuestra el documento en sus breves líneas.

Un buen líder debe saber decir no y resistir, pero también debe ser humilde y entender su tiempo y circunstan­cias. Solo así se suma, se une y se trasciende

Morazán había depositado la presidenci­a del Estado de Honduras en el senador Juan Ángel Arias tres semanas antes, y aunque era el jefe supremo de la República llegaba ahí desprovist­o de honores.

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