Para variar: inundaciones
Lo que más me impresionó en aquellas coberturas periodísticas de tormentas capitalinas era el deslizamiento imparable del suelo y la fragilidad de la vida humana contra eso; y más inquietante todavía, la negación de la gente de abandonar sus cosas: la estufita, el televisorcito, la camita, la casita; todo en diminutivo, frente a un peligro superlativo.
Nos han dicho que un tercio de los capitalinos vive en zona de riesgo, pero solo nos acordamos de los paliativos en la tragedia. Ahora sí, dicen en la Alcaldía, hay que ir a atender a los damnificados, recuperar las vías dañadas, limpiar los accesos atascados.
Hace casi tres décadas yo escribí las mismas historias de inundaciones en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente, por desgracia.
Esta vez las tormentas se pasaron y superaron por mucho la capacidad de aguante de las alcantarillas, canales, cunetas, quebradas y cauces de ríos; pero eso no quita que nuestra capital sea una ciudad endeble, que con las primeras lluvias todo se atasca o deja de funcionar. Como si nunca hubiera llovido y construyéramos todo sin pensar en que se puede derrumbar, deslizar, inundar, romperse, mojarse. Acostumbrado, como estaba, a las lluvias torrenciales del atlántico, me parecía que en Tegucigalpa llovía con poca intensidad; y que además llamaban brisa a la llovizna. En fin, en los años ochenta el aguacero caía sobre La Ceiba con un golpe estruendoso sobre los techos de las casas, los edificios, el colegio y en media hora muchos lugares ya estaban inundados, y nos parecía casi normal. Salíamos de clases disparados a mojarnos, y como la memoria es esquiva, no recuerdo que nos dijeran que enfermaríamos por empaparnos. En algunas avenidas ceibeñas caminábamos con el agua a la rodilla, a la cintura; y nos íbamos a jugar fútbol en canchas como de waterpolo; y cruzábamos puentes sobre ríos desquiciados.
Claro que había inundaciones, pero casi no salían en las no- ticias. Les llamaban “llenas” y ocurrían todo el tiempo. El río Cangrejal acostumbraba anegar a sus vecinos a cada rato, entonces le ampliaron inmenso el cauce y le levantaron bordos para que se comportara; el río Bonito también perdía la cabeza y bajaba violento des- de la montaña con un revoltijo de árboles, piedras, animales, lodo, y se llevaba el puente, hasta que lo ensancharon; también una inofensiva quebrada o un disimulado crique (alguna influencia francesa le dejó este nombre) se envalentonaba con las lluvias y se metía sin permiso.
En algunos barrios construían casas sobre polines de madera o concreto para evitar la inundación y otros amarraban con alambres los techos de cinc para que los vientos huracanados no los levantaran; y hasta había un miedo mítico a un maremoto (ahora le llaman en japonés tsunami), no sé por qué lo relacionaban con las tormentas, el caso es que más de una vez supe de gente que se fue para las faldas del cerro, por si el mar se salía.
Pero volviendo a Teguz, cada vez está más guapa, pero igual de frágil. Dice la Alcaldía que construirá un albergue para mil personas y que consiguió 23 millones de euros con la cooperación alemana para obras de mitigación (gracias Alemania), pero no ajusta. Es igual en tantos pueblos nuestros, empobrecidos y excluidos, mucha gente en riesgo, y moverla tiene que ser por algo digno, aceptable, porque seguro volverá a llover estos días, y el otro año, y dentro de cinco y de veinte; entonces seguiremos hablando de la tragedia y de que hay que hacer algo
Como si nunca hubiera llovido y construyéramos todo sin pensar en que se puede derrumbar, deslizar, inundar, romperse, mojarse”.
“Es igual en tantos pueblos nuestros, empobrecidos y excluidos, mucha gente en riesgo, y moverla tiene que ser por algo digno, aceptable”.