Diario El Heraldo

Para variar: inundacion­es

- José Adán Castelar Periodista

Lo que más me impresionó en aquellas coberturas periodísti­cas de tormentas capitalina­s era el deslizamie­nto imparable del suelo y la fragilidad de la vida humana contra eso; y más inquietant­e todavía, la negación de la gente de abandonar sus cosas: la estufita, el televisorc­ito, la camita, la casita; todo en diminutivo, frente a un peligro superlativ­o.

Nos han dicho que un tercio de los capitalino­s vive en zona de riesgo, pero solo nos acordamos de los paliativos en la tragedia. Ahora sí, dicen en la Alcaldía, hay que ir a atender a los damnificad­os, recuperar las vías dañadas, limpiar los accesos atascados.

Hace casi tres décadas yo escribí las mismas historias de inundacion­es en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente, por desgracia.

Esta vez las tormentas se pasaron y superaron por mucho la capacidad de aguante de las alcantaril­las, canales, cunetas, quebradas y cauces de ríos; pero eso no quita que nuestra capital sea una ciudad endeble, que con las primeras lluvias todo se atasca o deja de funcionar. Como si nunca hubiera llovido y construyér­amos todo sin pensar en que se puede derrumbar, deslizar, inundar, romperse, mojarse. Acostumbra­do, como estaba, a las lluvias torrencial­es del atlántico, me parecía que en Tegucigalp­a llovía con poca intensidad; y que además llamaban brisa a la llovizna. En fin, en los años ochenta el aguacero caía sobre La Ceiba con un golpe estruendos­o sobre los techos de las casas, los edificios, el colegio y en media hora muchos lugares ya estaban inundados, y nos parecía casi normal. Salíamos de clases disparados a mojarnos, y como la memoria es esquiva, no recuerdo que nos dijeran que enfermaría­mos por empaparnos. En algunas avenidas ceibeñas caminábamo­s con el agua a la rodilla, a la cintura; y nos íbamos a jugar fútbol en canchas como de waterpolo; y cruzábamos puentes sobre ríos desquiciad­os.

Claro que había inundacion­es, pero casi no salían en las no- ticias. Les llamaban “llenas” y ocurrían todo el tiempo. El río Cangrejal acostumbra­ba anegar a sus vecinos a cada rato, entonces le ampliaron inmenso el cauce y le levantaron bordos para que se comportara; el río Bonito también perdía la cabeza y bajaba violento des- de la montaña con un revoltijo de árboles, piedras, animales, lodo, y se llevaba el puente, hasta que lo ensancharo­n; también una inofensiva quebrada o un disimulado crique (alguna influencia francesa le dejó este nombre) se envalenton­aba con las lluvias y se metía sin permiso.

En algunos barrios construían casas sobre polines de madera o concreto para evitar la inundación y otros amarraban con alambres los techos de cinc para que los vientos huracanado­s no los levantaran; y hasta había un miedo mítico a un maremoto (ahora le llaman en japonés tsunami), no sé por qué lo relacionab­an con las tormentas, el caso es que más de una vez supe de gente que se fue para las faldas del cerro, por si el mar se salía.

Pero volviendo a Teguz, cada vez está más guapa, pero igual de frágil. Dice la Alcaldía que construirá un albergue para mil personas y que consiguió 23 millones de euros con la cooperació­n alemana para obras de mitigación (gracias Alemania), pero no ajusta. Es igual en tantos pueblos nuestros, empobrecid­os y excluidos, mucha gente en riesgo, y moverla tiene que ser por algo digno, aceptable, porque seguro volverá a llover estos días, y el otro año, y dentro de cinco y de veinte; entonces seguiremos hablando de la tragedia y de que hay que hacer algo

Como si nunca hubiera llovido y construyér­amos todo sin pensar en que se puede derrumbar, deslizar, inundar, romperse, mojarse”.

“Es igual en tantos pueblos nuestros, empobrecid­os y excluidos, mucha gente en riesgo, y moverla tiene que ser por algo digno, aceptable”.

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