Los que se van, los que se fueron
ACuando la conocí llevaba unos seis años en Madrid y todavía no se adaptaba al frío. Se pasaba el día bañando perros. Consentidos y de ladrido fácil, ya la habían mordido varias veces, mientras les ponía el champú, los secaba con una pistola o los perfumaba, antes de que llegaran a la peluquería canina las dueñas encopetadas. Como trabajadora sin documentos ganaba lo justo para pagar un piso compartido, la austera comida del mes, el tique del metro y mandarle algo a sus niñas que crecían sin ella en el sur de nuestra Honduras.
Muchos hondureños que emigran desesperados no tienen ni idea de lo que encontrarán: el choque es aturdidor y el aprendizaje abrupto. Invariablemente todos se enfrentan a la dicotomía que les parte el alma, entre quedarse aquí sin nada o aventurarse al extranjero en busca de algo. Las cifras de los que no les va bien son abrumadoras.
Su primer empleo en España se lo consiguió una prima que ya estaba allá, para cuidar a un anciano que hablaba de la guerra civil y los días duros de dictadura y pobreza: hasta que murió, y quedó desempleada unos días. Luego salió lo de bañar perros y limpiar una casa dos veces por semana. Aprendió a explicar que su nombre, Suyapa, era por la Virgen, como la del Pilar o la Almudena.
Esta caravana de emigrantes comenzó a andar hace décadas, cuando se incautaron del Estado, acentuaron la pobreza constrictora e hicieron trizas las esperanzas. Los gobiernos repartieron los bienes estatales, envilecieron la creación de empresas, descuidaron los servicios de la comunidad, consolidaron la corrupción. Sumamos la tragedia por inundaciones y huracanes, o el desplaza presentó miento por grupos criminales, y será fácil comprender el desarraigo.
Aupados por la ONU, hace un año en San Pedro Sula, representantes de México hasta Panamá firmaron una declaración para apoyarse en el tema de refugiados. Honduras se comprometió con su Ministerio de Derechos Humanos y el Congreso Nacional y fue el único que cifras sobre otra tragedia que pasa introvertida: el desplazamiento forzado interno; unas 174 mil personas, entre 2004 y 2014, cambiaron de casa, perseguidas por la violencia. El problema es tan colosal que no lo resolverá un gobierno, se necesitan más actores, ideas, dinero, decisiones, buena voluntad.
Digamos que se llama Miguel, llegó a España con un título universitario de ingeniería forestal, y quiso la suerte empujarlo hasta Almería, a grandes campos de cultivos e infinidad de invernaderos, pero a trabajar como peón agrícola, agachándose hasta el dolor para podar, destallar y liar tomates. En su día de descanso contempla el Mediterráneo extrañando su Atlántico; ya no cuenta en lempiras lo que paga en euros, y solo sueña con legalizar su situación.
Todas las semanas y desde hace años salen caravanas silenciosas, subrepticias; llegan temerosas y por miles a las fronteras. Los países receptores apretaron sus leyes de extranjería y devuelven a los inmigrantes por millares: en el año 2000 regresaron 60 mil; en 2015, más de 81 mil; y hasta octubre de este año, superan los 60 mil. Muchos lo intentarán de nuevo para buscarse la vida en Estados Unidos, Canadá, Italia o España, mientras Víctor Manuel canta “A ver quién pone puertas, el hambre es imparable y da tristeza”.
Si ya sabemos la causas de la explosión migratoria: pobreza, bajos ingresos, desintegración familiar, violencia criminal; entonces las soluciones no pueden ser desconocidas. Falta una verdadera reestructuración nacional que desbarate la desigualdad y abra oportunidades, para que nadie se quiera ir adonde casi no lo quieren
Esta caravana de emigrantes comenzó a andar hace décadas, cuando se incautaron del Estado, acentuaron la pobreza constrictora e hicieron trizas las esperanzas”.