El Mitch: para pensar la hondureñidad
El tema de la hondureñidad es un tema complejo, como cualquier intento de pensar cualquier filiación nacional. Es difícil saber por dónde comenzar a hilvanar una idea sustentable y concreta. Los pensamientos sobre el ser del hondureño están contaminados de imprecisiones y desajustes populares que pretenden configurar una imagen de identidad nacional, poco serios la mayoría. Tal vez un método para pensarnos, para encontrar un eje homogeneizador que toque o se aproxime a los puntos torales como individuos y genere una colectividad sea la desgracia, porque nada une más que el infortunio.
Es enorme el peso que tiene el huracán Mitch en la memoria histórica de esta república de apellido, para el mundo, bananera. Los veinte años que se cumplen y el momento histórico que vivimos son un buen pretexto para reflexionar. Esta vez, no para decir cuánto hemos progresado o no desde aquellas ya lejanas dos décadas; o sobre los errores cometidos antes y repetidos ahora, sino sobre cómo aquel octubre nos transparentó y cómo hoy nos sigue desnudando, dejando de manifiesto lo que posiblemente no vemos, porque se nos oculta o porque nos lo ocultamos. La Honduras frágil.
Incluso el mapa de América nos transmite esa idea de que el continente se partirá en dos por el istmo, de que cualquier fuerza nos puede romper. Y es allí donde radica la fragilidad de la hondureñidad, en el paso del tiempo, en el olvidar de a poco lo que sucede, pero no por haberlo superado, sino por haberlo normalizado. En definitiva, somos un país que se acostumbró a vivir con el corazón roto. La Honduras migrante. Para entonces ya migraban los hondureños, y el desastre agudizó la movilización. A pesar de la destrucción evidente en las ciudades, el campo siguió siendo abandonado por la siempre esperanzadora ciudad. La urbe también fue abandonada por otros destinos, Estados Unidos en la primera década y luego siguió España en los años posteriores.
El argumento no había cambiado, solamente tomó un color más concreto: el huracán dejó sin trabajo, sin familia, sin esperanzas, sin sueños, sin nada en particular que nos atase al terruño. La Honduras del mundo. Miramos al mundo con buenos ojos, y recibimos todo lo que venga de fuera de nuestras fronteras con mucha alegría y entusiasmo. El mundo también nos suele mirar con buenos ojos, y hace veinte años lo hizo aún con más razón. La Honduras de rostro humano, demasiado humano. Me refiero en este párrafo a lo intrínseco de la persona, a todas sus debilidades y potencialidades. Lo devastador suele dejarnos desnudos, con lo poco que tenemos y solo nos queda la humanidad en nuestras manos. Solo nos deja con lo que sabemos hacer y con lo que ignoramos, solo nos deja con los que nos rodean. Quedamos entonces solo con los valores puestos.
Ese rostro humano no es necesariamente bueno ni necesariamente malo, es solo un rostro, ambiguo; capaz e incapaz; iluminador a veces y ensombrecedor también. La Honduras de siempre. La historia no nos ha cambiado y lamentablemente tampoco nosotros la hemos cambiado demasiado a ella. Ya sabemos qué esperar de Honduras, y qué es mejor olvidar. El huracán Mitch vino a desnudar que éramos los mismos del enclave bananero y de la incompleta reforma liberal, del canal interoceánico nunca hecho y primerizos actos de corrupción, y en el fondo veinte años después nos sigue desnudando, porque el Mitch aún no deja caer su última gota
Cualquier nación embestida por la fuerza de un huracán o algún otro desastre natural de considerable magnitud quedará devastada, pero no cualquier nación seguirá en condiciones parecidas por los veinte próximos años”.