Diario El Heraldo

Crímenes: La extraña muerte de Erick (primera parte)

Albedrío Muchas veces los deseos engendran decisiones que son un camino al abismo

- (Primera parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

Eric. Era un hombre joven cuando murió. Estaba por cumplir veinticinc­o años. Pero su muerte fue extraña y sus padres exigieron que se investigar­an las causas. En el informe de la autopsia, el forense dijo que Erick había muerto por una sobredosis de insulina. “¿Insulina?” –preguntó el papá, en voz alta y arrugando el ceño.

“Así es” –contestó el forense. “Pero… si mi hijo no era diabético”. “Los resultados son exactos. Tiene tanta insulina en las venas como para llenar un vaso. Eso lo mató”.

“¡Por Dios santo! –gruñó el padre–. Pero si te estoy diciendo que mi hijo no era diabético. ¿Cómo es posible que se haya inyectado insulina? ¡Y tanta como para quitarse la vida!”

“Eso no lo sé –respondió el médico, levantando también la voz–. Vos conocías bien a tu hijo…”

Se hizo el silencio por largos segundos. “Además –añadió el forense, más tranquilo–, tenía cocaína y licor, aunque en cantidades pequeñas”.

“¿Qué decís? –lo interrumpi­ó el padre–. ¿Qué es lo que me estás diciendo? ¿Estás insinuando que mi hijo era drogadicto?” El forense suspiró.

Estaba molesto.

“Mirá –dijo, levantándo­se de su silla–, hemos sido amigos desde que éramos niños, y te he estimado siempre; accedí a hacer la autopsia de Erick porque también me afecta su muerte, pero veo que estás dudando de mi profesiona­lismo y eso no me agrada. Allí hay suficiente­s muestras para que las llevés a un laboratori­o de Estados Unidos, de Francia o de China… ¡dónde mejor te parezca!”

El hombre bajó la cabeza y se disculpó. “Yo creí que había dejado esas cosas” –musitó, mientras el llanto se derramaba por sus mejillas.

“Vos lo criaste” –replicó el médico. “Pero él no era diabético –insistió el padre–; nunca lo fue…”

El doctor no dijo nada. Dio tres pasos hacia su amigo y le puso una mano en un hombro. “Lo siento –le dijo–; lo siento mucho”. El hombre sonrió con tristeza, tomó su teléfono celular e hizo una llamada. “Comunicame con el ministro” –dijo, cuando le contestaro­n.

“El señor ministro está en una reunión, señor…”

“No te pregunté qué está haciendo; te dije que me comuniqués con él”.

El agente de Delitos contra la Vida de la Dirección Policial de Investigac­iones (DPI) sonríe, pide más café y agrega:

“Esa llamada nos puso a trabajar en el caso. El ministro llamó al director de la Policía, este a mi jefe y mi equipo y yo nos pusimos a trabajar de inmediato”.

Da las gracias al mesero que llena de nuevo su taza y suspira:

“El papá de Erick es un hombre poderoso, uno de esos millonario­s que por hacer dinero se olvidan de los hijos, de la mujer, y hasta de ellos mismos, y cuando ven que su familia es un desastre, ponen el grito en el cielo y empiezan a buscar culpables lejos de ellos mismos”.

Más que hablar, parecía que el oficial reflexiona­ba en voz alta.

“Erick era el mayor de sus hijos –añadió, poco después, levantando la cabeza–, y, aunque fue problemáti­co en un tiempo, parece que se había ganado de nuevo la confianza de su papá…”

“¿Dónde lo hallaron?” –le pregunté, para retomar el caso.

La investigac­ión

Erick no era muy alto, pero tenía un cuerpo atlético. Le gustaban los deportes, los carros de carrera, la ropa fina, los mejores perfumes, sobre todo “Joy”, de Jean Patou, y los relojes Rolex, de los que tenía una costosa colección.

Al llegar a Estados Unidos se aficionó a las motos, sobre todo las más extrañas y antiguas, y en una de sus salidas nocturnas,

El papá de Erick es un hombre poderoso, uno de esos millonario­s que por hacer dinero se olvidan de los hijos, de la mujer y hasta de ellos mismos, y cuando ven que su familia es un desastre, ponen el grito en el cielo y empiezan a buscar culpables lejos de ellos mismos”.

cuando viajaba con sus amigos “motoqueros” por el desierto de Arizona, hacia el cráter “Barringer”, tomó una más pacífica afición: la astronomía.

Cuando regresó a Honduras, casi listo para ayudar a su padre en los negocios, se trajo dos telescopio­s, los que cuidaba como oro en paño. En las noches de verano, calurosas y claras, se dedicaba a ver la luna y las estrellas, lo que, en apariencia, le daba reposo a su espíritu.

Erick era, además, un buen hijo, desde que regresó de Estados Unidos. Leía mucho, trabajaba con su padre, quería ser un ejemplo para sus hermanos y mostraba su amor por su madre. Por todo eso, su muerte fue algo terrible para su familia; y más aquella muerte tan extraña.

“Él no era diabético –les dijo la mamá a los detectives– y no sé cómo pudo inyectarse tanta insulina. Además, era sano, muy sano”.

“¿Sabe usted si su hijo se inyectaba drogas?” –le preguntó el agente a cargo de la investigac­ión.

“No; no sé, pero estoy segura de que no hacía eso”.

“En la autopsia se encontró cocaína en su sangre” –afirmó el policía.

“Sí, lo sé –respondió la señora–; eso fue algo que hacía cuando estaba en el colegio, pero se había desintoxic­ado y superó todo eso”.

“Entonces, ¿cómo explicamos el hecho de que estuviera drogado al momento de su muerte?”

La señora no respondió. Lloraba. “Dígame una cosa –añadió el detective, como hombre dispuesto a no perder el tiempo–, ¿de quién es la casa donde encontraro­n su cuerpo?”

“De nosotros… –dijo el padre, intervinie­ndo con acento amargado, mientras tomaba una mano de su esposa–; tenemos esa finca desde que nos casamos; fue un regalo de bodas de mi suegra, pero casi nunca vamos allí. Y no sabía que Erick fuera a esa casa”. “¿Qué le dijeron las personas que cuidan la finca?”

El hombre no respondió de inmediato: “Hablé con ellos muy poco, pero parece que era la tercera vez que iba en este mes… Una, la primera, en la mañana, como a las diez; la segunda, en la tarde, a eso de las dos, y la última fue en la noche, ayer en la noche, a eso de las siete…” “¿Siempre llegaba solo o iba con alguien?” “No sé; no pregunté eso… Y tal vez nadie se hubiera dado cuenta si llegaba acompañado o no porque la casa está aislada… Y Erick no habló con nadie, más que con el guardia, a la entrada…”

“¿Qué tipo de vehículo era el de su hijo?” “Una Land Rover”.

“Bien”.

Siguió a esto una pausa.

“¿Dónde está?”

“Aquí, en la casa. Hice que la trajeran”. “Sí –suspiró el detective–, y con eso, cometió usted un gran error: contaminó la escena. Ahora, tendremos dificultad­es para armar el caso y resolverlo”.

“Mire, señor –dijo el padre de Erick, rechinando los dientes–, voy a aclararle algo. Primero, mi hijo no se inyectó insulina; no lo hizo por sí mismo…”

“¿Por qué lo dice?” “Sencillame­nte porque no era diabético y ni en esta casa, ni en la finca, ni en ninguna otra de mis propiedade­s tenemos ese medicament­o… ¿Entiende?” “Entiendo”.

“Segundo, mi hijo no se suicidaría por nada de este mundo –siguió diciendo el hombre–, ya que quien se inyecta una cantidad de insulina como esa debe saber que lo que viene después es la muerte… Y mi hijo amaba la vida”.

Nuevo silencio.

“Tercero, no iba yo a permitir que mi hijo apareciera en esas condicione­s en los medios de comunicaci­ón… Por eso moví yo mismo el cuerpo y le pedí a un amigo que le hiciera la autopsia legal…”

El detective tosió. “Señor–dijo, hablando despacio, como si creyera que aquel hombre tenía dificultad para entenderle–, debe saber, supongo, que al mover el cuerpo dañó evidencia que nos hubiera ayudado a resolver el caso, y al dejar contaminad­a la escena…”

El hombre lo interrumpi­ó:

“Sé bien todo eso –dijo– y me arrepiento de haberlo hecho, pero ya es como llorar sobre la leche derramada. Lo único que le pido es que encuentre al que mató a mi hijo y le prometo que seré generoso con ustedes… No se arrepentir­án”.

“Hacemos nuestro trabajo, señor, y no buscamos recompensa alguna”.

El hombre no dijo nada.

Su esposa lloraba.

“A mi hijo lo mataron” –dijo, poco después. “¿Por qué lo dice? –preguntó el policía–. ¿Tiene sospechas de alguien?”

“No –respondió el hombre–; no sospecho de nadie ni sé si mi hijo tuviera enemigos, pero sí sé que anoche no llegó solo a la finca… Otro carro iba atrás del suyo”. El detective arqueó las cejas.

“¿Otro carro?”

“Sí; una camioneta roja, o negra. Dice el guardia que no se fijó bien, que él cerró el portón y se metió en la caseta. Los dos carros siguieron hasta la casa…”

“Ya. Y, ¿vio salir al otro carro? Porque, según tengo entendido, solo encontraro­n la camioneta de su hijo en el lugar de la escena?”

“Sí, sólo estaba el carro de Erick en el parqueo”.

“¿Y el otro carro?”

“No pregunté… Esto ha sido tan de repente que no he tenido claridad para pensar…” “¿Podemos hablar con el guardia?”

“Sí, claro…”

“En la finca”.

“Hoy no está de turno, pero lo llamo y él llega; no será problema”.

El detective hacía anotacione­s en su libreta de apuntes. Al terminar, la guardó en la bolsa de su camisa y dijo:

“Bien, señor, ahora… sólo quiero ver a su hijo”.

“Está en la funeraria… Lo están preparando”.

“Bien. Llame, por favor, a la funeraria y diga que no lo toquen más hasta que usted llegue…”

“No entiendo”.

“Ya entenderá cuando estemos allí… ¡Acompáñeme!”

–En la autopsia se encontró cocaína en su sangre –afirmó el policía.

–Sí, lo sé –respondió la señora–; eso fue algo que hacía cuando estaba en el colegio, pero se había desintoxic­ado y superó todo eso. –Entonces ¿cómo explicamos el hecho de que estuviera drogado al momento de su muerte?”

Continuará la próxima semana

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