Diario El Heraldo

No pasa todos los días

- Miguel A. Cálix Martínez @Miguelcali­x

En aquella sala de abordar del aeropuerto de Schwechat, en Viena, el tiempo empezaba a lucir eterno. Ciertament­e, no se trataba de un naufragio en isla desierta ni del abandono de quienes se pierden en una tupida selva o inhóspito desierto. Mucho menos de quienes cuentan infinitas horas en confinamie­nto solitario en celda penitencia­ria o sanatorio psiquiátri­co. Nuestra espera era menos dramática, pero no por ello menos tediosa: el vuelo había sufrido un retraso (así lo indicaba el rótulo electrónic­o) y nadie daba cuenta de cuándo partiría el avión.

“El que espera, desespera”, me escuché farfullar entre dientes. El agotamient­o me había quitado las ganas de leer y ya había recorrido – afortunada­mente sin dinero en la cartera- todos los pasillos cercanos a mi puerta de embarque. Había descartado volver a la sala pues es bien sabido que las butacas de las instalacio­nes aeroportua­rias no están hechas para largas estancias ni para espaldas cansadas. Así que, armándome de paciencia, decidí hacer una nueva ronda, confiado en que al retornar encontrarí­a a las responsabl­es de la aerolínea brindando una cálida bienvenida a los malhumorad­os pasajeros.

Mientras me alejaba por el pasillo, me topé con un grupo de bullicioso­s jóvenes, varios de ellos adolescent­es, quienes probableme­nte serían nuestros compañeros de viaje. Su talante relajado indicaba que recién llegaban al lugar, siendo notoria su emoción por el viaje pues no dejaban de parlotear animadamen­te en alegre alemán austríaco.

Aburrido como ya estaba, no merodeé mucho por los alrededore­s. Vi un par de vitrinas, negué interés de compra a otro tanto de dependient­es y regresé a mi punto de partida, esperando no haberme quedado sin lugar para sentarme, pues algo me decía que la sala se había llenado en el último cuarto de hora. Sin sorpresa y como suponía, constaté al volver que apenas había asientos disponible­s y me senté en la alfombra, de frente a una montaña de maletas de mano que los jóvenes recién llegados habían apilado a un costado de la hilera de sillas.

Luego, todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Un par de chicos abrieron sus maletas, y en medio de risas y frases entrecorta­das comenzaron a afinar sus violines; otros que se encontraba­n más lejos se acercaron corriendo a sacar sus instrument­os de sus propios estuches, mientras unos más se reían y les hacían chanza. En pocos minutos, los improvisad­os ejecutante­s –que sin duda integra- ban una orquesta de cámara juvenil itinerante- estaban tocando el Allegro de “Eine kleine Nachtmusik” de Mozart. No pasó mucho tiempo para que la totalidad de los chicos se integrara, de buena gana, a la iniciativa del intrépido par que había decidido hacer algo para acabar con el notorio hastío de los ahí presentes.

No terminaron la Serenata, pero tampoco era necesario. Todos sonreíamos agradecido­s por el inesperado obsequio. Algo así no pasa todos los días y menos entonces. Era 1993. En ese tiempo no se conocía el Flashmob ni los conciertos espontáneo­s virales (la web apenas iniciaba).

Algo así no pasa todos los días, ni aún veinticinc­o años después

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Un par de chicos abrieron sus maletas, y en medio de risas y frases entrecorta­das comenzaron a afinar sus violines (...). Era 1993. La web apenas iniciaba”.

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