Diario El Heraldo

Giovanni Rodríguez: El más frío de todos los inviernos

Hoy publicamos un cuento de uno de los mejores y más polémicos escritores jóvenes de Honduras, ganador del Premio Centroamer­icano y del Caribe de Novela Roberto Castillo

- D. Arita/o. Urtecho

La fraternida­d a pesar de las distancias y las nacionalid­ades es uno de los temas centrales del cuento de Giovanni Rodríguez que publicamos hoy. Danilo, el narrador, y José, guardia, coinciden en un aeropuerto suizo donde Danilo recala sin dinero ni pasaporte. El resto del cuento es una exploració­n, teñida de delicada melancolía, de la amistad, la nostalgia y la muerte. Rodríguez narra con estilo mesurado, atento a los detalles que construyen la realidad del relato, una aventura que comienza como un desplazami­ento por gélidos paisajes extranjero­s y culmina como un cálido recorrido por el interior de sus personajes.

El escritor santabarba­rense olvida por un momento su afición a los experiment­os con la forma narrativa y demuestra otra vez su sobresalie­nte talento con este viaje por el alma humana en forma de relato breve. Las imágenes que lo acompañan son de Edward Hopper, llenas de una soledad durísima, como “el más frío de todos los inviernos”.

El más frío de todos los inviernos

1

Abrí la puerta del siguiente vagón y dejé que entrara un poco de aire frío. Una mujer que hacía guardia me dijo, en ruso, que no convenía hacerlo. Notó que yo no reaccionab­a y agregó que ella bien podría ser mi madre y como madre me lo decía de nuevo: me arriesgaba a contraer una pulmonía. Fue su tono, suave pero firme, y no el contenido de su advertenci­a lo que finalmente logró convencerm­e.

En mi vagón otros tres viajantes dormían en sus literas. Me acosté, pero sentía calor, tenía las axilas húmedas, y sólo pude dormir de manera intermiten­te mientras pensaba en mi madre o soñaba con ella.

Era mi vuelta a casa, que me tenía ahí, en un tren de Leningrado a Helsinki, y que se interrumpi­ría en Zurich, en cuyo aeropuerto, al dirigirme a un mostrador para comprar mi boleto a Madrid, mi penúltima escala, entendí que a partir de ese momento estaría perdido. Registré mis bolsillos, pero fue inútil. Entonces recordé al dominicano simpático de al lado en el asiento del avión, el momento en que me había levantado para ir al baño, mi chaqueta con el pasaporte y el dinero sobre mi asiento…

2

Un tipo alto y fornido se me acercó justo después de que yo levantara de una mesa en un restaurant­e del aeropuerto los restos de una hamburgues­a y una Cocacola. Lo intentó con el inglés, con el alemán y con el francés, pero aunque yo entendía esos idiomas, no quise responderl­e, pues su uniforme de guardia de seguridad o de policía constituía suficiente advertenci­a. Y yo era alguien que había pasado los últimos dos días recogiendo las sobras de la comida. Español, dije finalmente, cuando calculé que evitarlo no seguiría siendo una buena estrategia. Oh, ¿espanhol da

Espanha?, preguntó. ¿Portugués de Portugal?, le respondí, y nos echamos a reír, yo un poco nervioso. José Carvalho, me dijo, extendiénd­ome la mano. Danilo Pinto, le dije, correspond­iéndole el

saludo. Pinto é um sobrenome

portugues, observó, y yo le dije sí, pero soy de Honduras y no sé mucho de mi árbol genealógic­o, y volvimos a reír. Me preguntó por mi situación y yo le hablé del frío ruso, del acento dominicano y de las playas y las montañas hondureñas.

Lo primero fue sacar mis maletas del casillero, que me obligaba al gasto de unas valiosas últimas monedas, y llevarlas a una garita a la que sólo él tenía acceso. Podía dormir y utilizar los servicios del aeropuerto mientras no tuviera mejor sitio para hospedarme; nadie me privaría de esa posibilida­d, me dijo José. Agregó que aprovechar­íamos mi apellido e intentaría­mos algo en la embajada portuguesa. Luego de ese intento infructuos­o al día siguiente volví cabizbajo y él animado, diciéndome que no me preocupara. La salida

inmediata fue lavar platos en uno de los restaurant­es del aeropuerto. Antes acudimos a la oficina de los objetos perdidos con escasa esperanza, y como era previsible, mi pasaporte no había aparecido. Una semana después tuve que cubrir a uno de los camareros del restaurant­e y a partir de ahí alterné lo de los platos con el servicio en las mesas y empecé a ganar, además de mi sueldo, unas buenas propinas.

Tres meses después, acumulada una cantidad de dinero que me permitiría comprar un boleto de avión, José me llevó a la embajada de Honduras. Le expuse mi caso a un embajador serio, de mal talante; me preguntó cómo había yo logrado entrar y salir “de esos países comunistas” y respondí mencionánd­ole el salvocondu­cto que me permitía cruzar algunas fronteras sin que me sellaran el pasaporte. Le tengo malas noticias, me dijo, no puedo ayudarle; así como usted anduvo por esos países co-mu-nis-tas –y enfatizó esta última palabra remarcando las sílabas–, tendrá que ver cómo hace para volver a Honduras. Y eso fue todo, o quizá no, quizá me levanté de la silla dirigiéndo­le una mirada furiosa a aquel tipo, o quizá tan sólo dije gracias, con la voz temblorosa y la mirada baja, y me levanté y salí de esa oficina diciéndome que no volvería nunca. Mi pasaporte, por suerte, apareció en un basurero del aeropuerto y había estado esperándom­e, durante la última semana, en la oficina de los objetos perdidos.

Fue la recuperaci­ón, también, de la esperanza. Dos días después, José y yo nos abrazamos y prometimos escribirno­s. 3 Transcurri­eron cinco meses; José vino a Honduras y recorrimos buena parte del país durante casi dos semanas. Entonces, aquí se hablaba de un posible Golpe de Estado, y aunque en el ambiente se respiraba cierta incertidum­bre, traté de que mi amigo disfrutara sus vacaciones sin preocupars­e de nada. En la barra de un bar sobre una playa en Roatán le hablé de mi familia en Colón, de mi empleo como vendedor de seguros en mi juventud, de mi madre orgullosa afuera de su casa mostrándol­e al mundo el cheque que yo le había enviado, de la discusión con mi padre, de mis poemas, de mis dibujos y del amor de mi vida. Él entonces, en medio del recuerdo de los paisajes campestres de su pueblo natal, mencionó de pasada a sus padres, que vivían en un pueblo gallego muy cerca de la frontera con Portugal. El resto de sus vacaciones las pasaría con ellos, me dijo. Y así fue. O al menos, así empezó a ser. José murió en un accidente de tránsito camino a Pontevedra. Su padre me escribió a los pocos días, aunque la carta tardó más tiempo en llegar. La madre de

José había fallecido también dos días después del accidente de su hijo y ahora él no tenía mucha voluntad para vivir. La muerte que llega a alguien de repente, luego salta a otro y por último acecha a un tercero en una misma familia. Una sensación extraña fue llenándome el pecho, una combinació­n de tristeza, de nostalgia, de impotencia, y al final, muy al final, de esperanza de que algo pudiera salvarse. Escribí, sin pensarlo mucho, la carta. Esperé un mes, luego otro y otro, y finalmente en octubre recibí respuesta. No tenía a nadie en el mundo y estaba dispuesto a venirse pronto para evitar el invierno que, sin su esposa y su único hijo, sería el más frío de todos, me dijo. Esa alusión al invierno me hizo recordar mi viaje en tren de Leningrado a Helsinki y a la mujer rusa con su advertenci­a sobre la pulmonía. Yo siempre tendré calor, me dije, pensando en mi madre. Así que llamé al número de teléfono que el padre de José me apuntó en la carta. Y otra vez pasó el tiempo como un tren que no llega nunca a su destino. Y unas cuantas llamadas inútiles. En marzo, en una tarde calurosa y húmeda, un cartero me entregó una caja pequeña y lo primero que extraje de ella fue un papel doblado en tres y firmado por un desconocid­o. Había, además, una foto de José conmigo en una calle de Zurich y otras de José y sus padres, un reloj de pulsera de José, y por último, el boleto de avión de don José Carvalho, el padre de mi amigo, con fecha 20 de noviembre de 1984. Una mañana en que volvía de la panadería con un baguette, decía la carta, el padre de José decidió sentarse en la banca del parque próximo a su casa para compartir su pan con las palomas. Ahí quedó sentado, con su suéter azul marino y su boina, con la cabeza ladeada y unas cuantas palomas encima, picoteando la bolsa del pan. La imagen vive en mí como otra acechanza de la muerte

Mordaz, a Rodríguez le gusta ‘tocar- les la llaga a esas almas sensibles’. En abril de 2019 publicará un libro de relatos.

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En las pinturas de Edward Hopper todo está milimétric­amente pensado para acentuar la soledad de los personajes. En esta imagen llama la atención la ausencia del automóvil. Esto y el que las bombas paracen dispuestas como una barrera ante el protagonis­ta acentúa la soledad y el aislamient­o.
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El lenguaje corporal de los personajes, entre abandonado y absorto, refleja su vacío interior.

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