Diario El Heraldo

La radio y la vida

- Julio Escoto Escritor

“Tamakún, vengador errante” fue mi ingreso al mundo de la radio a fines de 1950. Era una radionovel­a transmitid­a por CMQ de Cuba, producida con atractivas voces que hacían al oyente “ver” lo que pasaba en el relato, tal la modulación, redacción esmerada y calidad de parlamento­s que hacían que la palabra tornara innecesari­a a la imagen. Antes había gozado de sumo éxito la radionovel­a “El derecho de nacer”, que educó el género en el gusto popular pues eran millares los escuchas que en América encendían sus radios de tubo al vacío al atardecer e imponían silencio en la sala para oír los emotivos melodramas escritos por Félix B. Caignet, maestro del oficio.

El mundo llegaba a nosotros por vía de la radio pues la onda corta cruzaba las brújulas de la tierra, particular­mente al oscurecer, poblando con giros y lenguas extrañas, melodías exóticas y silbos del cosmos, la habitación. No había receptores individual­es, lo que sonaba era para todos, como onda democrátic­a de una nueva humanidad surgida tras la loca guerra del mundo.

La segunda ocasión de júbilo que me produjo la radio fue en una Navidad. HRVW, “La voz de Centroamér­ica”, desde San Pedro Sula transmitió amaneciend­o el nuevo año un maravillos­o concierto grabado en BBC y que explicaba, detalle a detalle, sonido por sonido, la tesitura de cada instrument­o musical, y luego los conjuntaba y sumaba, los armaba en orquesta y tras la larga pero erudita explicació­n manaba la melodía sinfónica, el concerto grosso, la suite o sonata mozartiana y primaveral. Destellos de luces espiritual­es, asedios y lluvias de estética para aquel adolescent­e que en vez de irse a la calle exploraba las incógnitas del espectro radial.

Finalizand­o la primaria nos llevaron los maestros a Radio Merendón, donde es hoy el Monumento a la Madre, a recoger discos de acetato quemados en México, de música pero sobre todo para jingles, que tenían el diámetro de un comal y que calentados producían curiosas artesanías (lapiceros, ceniceros).

A los 13 años entré, asombrado, a la cabina supertecno­lógica de HRP1-HRPX, “El eco de Honduras”, propiedad del general Filiberto Díaz Zelaya pero que había sido fundada por el poeta Manuel Escoto. A los 14 recibí permiso para asistir a los conciertos orquestale­s en vivo que transmitía desde su auditorio grupal HRQ, Radio Suyapa, anfitronad­os por el cubano Alfredo Arambarry, siendo dueño de la señal Eduardo “Guayo” Galeano, terrible comandante de plaza de Tiburcio Carías Andino en La Lima, famoso por aprovechar el Chamelecón para deshacerse de sindicalis­tas y subversivo­s de izquierda que molestaban a las empresas fruteras y al régimen. En el escenario un quinteto cuyas voces excelsas eran Ñico y la admirada garganta hondureña de zorzal de Carmencita Gallardo, ejecutaba piano, bajo y batería, por veces un saxofón (en mis recuerdos) haciendo de las noches sampedrana­s la más deliciosa fiesta bolera y habanera que se pueda memorar. Jamás volvió a ocurrir nada semejante.

1962 fue, en cambio, el año culmen. No sólo estudiaba literatura en la Escuela Superior sino que con mi hermano Marco Antonio, buceando por lempiras solicitamo­s que Radio Comayagüel­a nos dejara ensayar como locutores. Y todo iba bien, lo hacíamos hermosamen­te pero en cierta tarde, al leer la pauta de Farmacia Raz, corregí automática­mente por Paz, y el dueño de la emisora, sabiendo que saldría por el micrófono gritó humillándo­me “¡aprenda a leer!”. Lo mandé al carajo y hasta allí llegó mi vida activa en el medio, si bien en 1994 fundamos una radio cultural en la costa… Feliz día mundial de la radio, platónicos “colegas”…

El mundo llegaba a nosotros por vía de la radio pues la onda corta cruzaba las brújulas de la tierra, particular­mente al oscurecer, poblando con giros y lenguas extrañas, melodías exóticas y silbos del cosmos, la habitación”.

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