Religión y política
Ciertos pastores evangélicos cabildean a efecto de suprimir del texto constitucional el artículo 77 que literalmente establece: “Los ministros de las diversas religiones, sacerdotes y pastores, no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna forma propaganda política, invocando motivos de religión o valiéndose, como medio para tal fin, de las creencias religiosas del pueblo”. Sabiamente, los constituyentes de nuestra vigente Carta Magna delimitaron lo estrictamente político de lo religioso y viceversa. También en la Ley de Municipalidades, el artículo 31 declara: “No podrán optar a cargos para miembros de la corporación municipal... 5) los ministros de cualquier culto religioso...”.
Los antecedentes jurídicos se remontan a la Constitución de 1880 que deslindó el poder temporal del espiritual, superando así la histórica confrontación entre ambos. El principio de separación Iglesia-estado debe mantenerse intacto, cada uno en su respectiva esfera de competencia y atribuciones, sin que uno interfiera en el otro, directa o indirectamente.
Aquellos religiosos que deseen actuar en política y en cargos de elección popular pueden hacerlo si previamente renuncian a sus funciones espirituales, pudiendo así ejercer sus aspiraciones ciudadanas plenamente. Si se llegara a abolir o reformar el artículo 77 constitucional, exacerbaría la intolerancia, polarización, conflictividad, divisionismo y desunión actuales, poniendo en peligro cierto la convivencia, cohesión social, la realización plena de los derechos humanos, la gobernabilidad, el combate sostenido contra la corrupción e impunidad. Requerimos de grandes consensos indispensables para consolidar el proceso democrático y la institucionalidad, evitando conflictos y enfrentamientos que en otras naciones dividen a la población en campos antagónicos, antesala de luchas fratricidas. La Carta Fundamental de cualquier Estado no puede estar subordinada ni modificada de acuerdo con intereses y conveniencias transitorias, personales o grupales. Sus contenidos deben estar, siempre, en función del bien común, expresando los intereses y aspiraciones colectivas