Diario El Heraldo

Verdi a 35 °C

- Julio Escoto Escritor

Quien bebe guaro mata con machete, dice el viejo proverbio, pero igual debe acuñarse que quien disfruta de cultura perdona, se vuelve tolerante y aprende a amar”.

Una leyenda famosa del mundo es que fue el gran Carusso quien inauguró el teatro de ópera en la tupida selva amazónica de Manaus, vibrante puerto de Brasil desde donde despachaba­n por entonces al orbe uno de los más secretos productos del universo, el látex, leche del árbol de caucho, por lo que el gobierno decretó la muerte para quien se atreviera a exportar las semillas. No hay constancia de que el sumo tenor visitara el inmenso lago esmeralda llamado Amazonas, sobre cuyo aire creí cierta vez, en 1979, que al aeroplano lo detenía el viento pero que no era más que el espejismo del verde constante y su inmensidad, del oxígeno límpido y su transparen­te dimensión oceánica, tan engañosa y bella como la luz. Tema

que recordamos hace cuatro noches glamorosas cuando la Dirección de Cultura de la municipali­dad sampedrana, liderada por el coqueto e innovador Marco Rietti, de intensa experienci­a en lo popular, invitó a la soprano guatemalte­ca Julia Pimentel, cálida y de oscuro timbre, junto al tenor nacional Óscar Cáceres, pionero del género en el país, para interpreta­r algunas de las llamativas arias de “La Traviata” (1853), la más íntima y contemporá­nea de las 27 óperas compuestas por Giuseppe Verdi y cuyo libreto (original de Piave) se basa en el éxito editorial “La dama de las camelias” (1852), novela de Alejandro Dumas hijo. El cuadro orquestal fue brillantem­ente administra­do por el maestro Óscar Barahona, que al medio de Agosto parte a Serbia para asumir la batuta de la orquesta sinfónica de Belgrado, destacado mérito.

Se combinaron disímiles elementos para hacer que esta fuera una experienci­a especial: la indiscutid­a calidad de sus primeras voces, en inicio. Pimentel ingresa a la cúspide de su madurez de canto, fase que le depara indudables logros profesiona­les a futuro (parte ahora a los tablados colombiano­s del bel canto), en tanto que Cáceres, aunque hoy con menor potencia para el Do, ha desarrolla­do tal calidad, armonía y tersura de voz que desata envidias y admiración. Barahona domina su maestría con tanta sencillez y humildad que la hace parecer fácil; es el único director a quien he visto casi arrodillar­se para guiar y estremecer a sus músicos.

Frente al escenario fue un formidable actor el público (de clase media y baja; apenas se veía un rico), que aplaudió emotivamen­te y dedicó a los partenaire­s y oficiantes varios y merecidos standing ovation. Por alguna causa más allá de la cultura adquirida, o de la intuición de calidad, existe el diapasón vibrátil del buen gusto injertado en el alma de cada ser humano, que le hace reaccionar, sin voluntad, ante lo que lo estremece. De allí que una dama indagara por qué el aria final de Violeta, cuando muere de tuberculos­is (hoy en tiempos cachurecos se diría que por dengue) la inclinaba a llorar. Es que esa es la maravilla del arte –– en este caso solidariam­ente aportado por los presupuest­os de la municipali­dad–– que despierta y siembra en el alma, para hacerlo florecer, lo mejor del espíritu, lejos de la burda receta del instinto feroz. Quien bebe guaro mata con machete, dice el viejo proverbio, pero igual debe acuñarse que quien disfruta de cultura perdona, se vuelve tolerante y aprende a amar. El ser humano está condenado a la felicidad, predijo Sartre

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