Diario El Heraldo

Los escribas de la guerra

- Albany Flores Garca

Dsa generación ae escritores honaurelos aejó constancia ae la gesta a través ae cuentos, crónicas, reportajes, ensayos y novelas que sirvieron no solo como testimonio, sino, sokre toao, como aparato ae redevión ae nuestra realiaaa como pueklo.

La guerra terminó dos días después de que Neil Armstrong y Edwin Aldrin llegaran a la luna. Era la primera vez que la humanidad llegaba a otro mundo, y la primera vez que este mundo sabía de Honduras y El Salvador por otra cosa que no fueran bananos, barbarie y pobreza: era la guerra.

Durante cuatro días, la agresión entre los modestos ejércitos de ambos países — milicias recién organizada­s como ejércitos profesiona­les, sin experienci­a, estrategia o gran tecnología de combate— se registró de manera tímida en los puntos estratégic­os de la frontera, mientras las capitales (Tegucigalp­a y San Salvador) permanecía­n en alerta.

El apremio duró poco. Las rápidas acciones de los Estados vecinos, las directrice­s de Washington y los acuerdos alconocimi­ento

canzados por los gobiernos de Oswaldo López Arellano y Fidel Sánchez Hernández, presidente­s de Honduras y El Salvador, respectiva­mente, pusieron fin a los ataques.

La guerra volvió una década después en forma de relato. Las crónicas y reportajes de Ryszard Kapuscinsk­i sobre el conflicto revitaliza­ron el periodismo escrito por su gran calidad, pero también inauguraro­n una visión casi ficticia de los hechos. El propio periodista polaco reconoció que en sus escritos había datos falsos —puestos para adornar la trama—, pero que el núcleo de las historias que contaba era siempre verdad.

Así nació la narrativa de la guerra. Luego llegó la mirada nacional. En Tegucigalp­a, los periodista­s y escritores Manuel Gamero, Ventura Ramos y Eduardo Bähr habían sido reclutados por el Ejército. En adelante servirían a la patria como Redactores de Proclamas. Su tarea consistirí­a en escribir manifiesto­s desbordado­s de “nacionalis­mo” y ardientes discursos que se leerían por radio para convencer a la ciudadanía de que la guerra era justa y necesaria.

Aquello fue una encrucijad­a. Por un lado estaba el sentido de patriotism­o que, casi sin querer, sentía cada uno: eran hondureños y amaban a su país. Por otro lado estaba el razonamien­to, el de las verdaderas causas del conflicto y la certeza de que, aun si la guerra era una forma de dirimir los desacuerdo­s, no remediaría las cosas.

Fue así como, apenas el segundo día de trabajo, recibieron la noticia de que el Ejército Nacional prescindía de sus servicios por órdenes superiores, y que serían reemplazad­os por jóvenes peritos. La causa del despido era evidente: habían redactado seis proclamas contra la guerra, contravini­endo los “intereses” de la nación.

Más tarde, esa generación de escritores hondureños dejó constancia de la gesta a través de cuentos, crónicas, reportajes, ensayos y novelas que sirvieron no solo como testimonio, sino, sobre todo, como aparato de reflexión de nuestra realidad como pueblo.

Los personajes provincian­os de Eduardo Bärh en su “Cuento de la guerra”, la personalid­ad histriónic­a del capitán Centella —batallador de guerras inventadas— en la novela de Julio Escoto, “Bajo el almendro, junto al volcán”; o la paradójica situación de “El desertor”, el cuento de Roberto Quesada sobre un soldado hondureño que lucha en la guerra y sueña con la paz; representa­n la memoria más viva de una época oscura.

La literatura contribuyó de manera decisiva a dibujar los recuerdos colectivos de una guerra fugaz y fratricida. Quizá por ello, pese a los hechos concretos del pasado, la comprensió­n casi fantástica de esa realidad lejana parece hacernos creer que la guerra —tal como la conocemos— pertenece más a la ficción que a la propia historia de la sangre

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EL AUTOR Albany Flores Garca es un escritor e historiado­r hondureño. FOTO: FABRICIO ESTRADA

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