Un tejado con historia
¿Ustedes necesitan tejas para su casa, verdad? Les tengo unas que me están bajando del techo de un local que yo tenía para alquiler”, me dijo por teléfono, sin mayor preámbulo, una conocida y querida voz. “¿Y están buenas?”, pregunté ingenuo. “Claro que están buenas. Son tejas viejas, de más de cuarenta años, bien curadas. No te voy a regalar cualquier cosa”, respondió mi tía, agregando “solo me tenés que decir cuándo vas a pasar por ellas, porque son un montón”, concluyó amorosa.
Mi tía -y además madrinasiempre ha sido una mujer generosa. Dadivosa, no podía concebir que todo aquel tejado terminara hecho cascajo o aprovechado por alguien más, ajeno a sus querencias. Había crecido en medio de estrecheces económicas y aprendió a no desperdiciar nada, aprovechando todo hasta la última gota y reutilizándolo si fuera necesario. Ella nunca escuchó de reciclaje, pero siempre lo practicó.
“Voy a tirar todo el local y hacer un estacionamiento”, me confió. “Si quieren los ladrillos, también los pueden tener”. Supe que necesitaría un camión grande pues seguramente eran muchas tejas.
“¿A dónde tengo que ir por las tejas, tía?” pregunté. “A Guacerique. Ahí a donde estaba El Cocodrilo, la casa de citas”, me contestó. “¿Ese local era suyo?”, la interrogué, con sorpresa. Con una sonora carcajada me respondió: “El local, sí. El negocio que había ahí no, Miguel Ángel”. Avergonzado, reí con ella, le agradecí su desprendimiento y acordamos la fecha de transporte de las tejas, pues no necesitaba los ladrillos. “¿Estás seguro?”, insistió. “Sí, tía. Solo las tejas”. Y colgamos la llamada. Al cabo de dos años, las tejas “curadas” -combinadas con tejas de nueva hechura- remataban el techado de la nueva residencia familiar.
Desde que inauguramos la casa, convinimos que debíamos informarle al cura el peculiar origen de las tejas, para que la aspersión con agua bendita fuera la apropiada. Habría que disponer de una escalera y una dotación atinada del agua, para que no quedara rincón sin cuni vicio sin lavar. Años tras años de pecaminoso trasiego de historias y fluidos, artificiales y naturales, excesos e impiedades, requerían de una intervención pía extraordinaria, casi exorcizante. ¡No faltaba más! Cuando hice la petición al sacerdote, este me vio a los ojos y me dijo que yo estaba exagerando (si hubiera ido a El Cocodrilo hubiera entendido que no). La bendición no pudo hacerse como deseábamos.
Han pasado cinco años y a veces, por las noches, se escuchan crujidos desde el techo. He imaginado que son suspiros o gemidos que quedaron misteriosamente atrapados en las piezas de adobe. O sencillamente, las tejas solo agradecen esa segunda oportunidad. Cualquiera de las alternativas es capaz de quitarme el sueño pues, ¿qué tal y hubiera aceptado los ladrillos?
‘¿A dónde tengo que ir por las tejas, tía?’, pregunté. ‘A Guacerique. Ahí a donde estaba El Cocodrilo, la casa de citas’, me contestó”.