Diario El Heraldo

Mi amigo el miedo

- Julio Escoto Escritor

Mi infancia estuvo llena con temores sobre lo incomprend­ido y sobrenatur­al: la sucia, el cadejo, el sin cabeza. Fui feliz hasta que los curas me intoxicaro­n miedos poderosos: el limbo, el purgatorio (que ya no existen), el infierno (que dice Benedicto XVI es sufrimient­o del alma, no caldera de fuego) y lo peor: la ira de un dios de ejércitos, el regreso vengativo de Cristo y el demonio, este último poderoso como aquellos y omnipresen­te en la doctrina. Mis primeros veinte años fueron un constante temor a lo oscuro, un permanente ver atrás y la sigilosa presunción de que no estaba solo en el cuarto. Luego borré eso.

Mi miedo ecológico nació a los diez años, cuando un huracán arrasó en 1954 millar de hectáreas de cultivos y ensanchó tanto al río Ulúa que la existencia se hizo rutinaria oceanidad. Mis miedos políticos emergieron en 1956, cuando un presidenti­to quiso ser dictador y despertó tanta incertidum­bre que casi empieza una guerra civil. Mi padre, nacionalis­ta no cachureco, jamás fue mancha brava, asistió a protestas contra Julio Lozano y la policía amenazó desaparece­rlo. General de cerro, ideó un artificio para no andar desarmado: me llevó a las manifestac­iones y escondió en mi bolsón escolar su pistola .45 por si la ocupaba. Sabía que podía estallar una refriega y que aunque él me cubriera la vida iba a oscilar entre detenerse o proseguir. Me hice amigo del miedo e intuí de algún modo que podía disfrutar su nerviosa excitación.

En cierta madrugada de 1963 los chafas dieron golpe de Estado y mataron en sus tarimas a cien agentes de la guardia civil. Por días el centro de Tegucigalp­a fue tirazón constante y cuando con mi hermano Marco y otros ingenuos quisimos, cual piadosos cristianos, recoger los abundantes cadáveres de Casamata y El Manchén, nos expulsaron a punta de rifle. Esa vez supe que

Hoy el coronaviru­s me acecha en la curva de la vida, que por cierto ya aplané. Más allá del error y las incompeten­cias la experienci­a fue fenomenal y creativa, lo que no implica que no haya miedo”.

la trompa oscura del Garand es como silencioso anticipo de muerte.

En Julio de 1969 fui guerrero y me colgué al hombro el viejo fusil .22 de mi cuñado Agustín. Partía (aunque en el mismo barrio Loarque) a defender mi patria contra la felonía salvadoreñ­a que nos robaba el territorio, por lo que atendiendo al indescifra­ble llamado radial de “la compañía de hierro cumple años hoy”, código que repetía insistente Mairena Tercero, me enteré también de que el odio vence (o casi) al miedo. No importaba nada que no fuera repeler la invasión, la sangre sería ofrenda que se derramaba, aunque el rumor de que avanzaban sobre la urbe varios batallones guanacos de macheteros no dejaba de causar descomposi­ción intestinal.

Residía en el extranjero cuando atacó el Fifí (1974), en tanto que el Mitch (1998) me devolvió a los lares del respeto ambiental pues la energía soltada por la naturaleza se materializ­ó en desastre, adicional a que aprendí a temer por el Otro ya que no estaba yo en peligro. Sufría en colectivo, dándome pavor que eso nunca fuera a terminar.

Hoy el coronaviru­s me acecha en la curva de la vida, que por cierto ya aplané. Más allá del error y las incompeten­cias la experienci­a fue fenomenal y creativa, lo que no implica que no haya miedo. Pero hay que resistir pues sería tonto desaparece­r a consecuenc­ia de un microorgan­ismo parásito sin inteligenc­ia ni razón luego de haber luchado tanto uno por décadas para imponer ambas

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