Diario El Heraldo

Carmila Wyler Grandes Crímenes: El poder de la avaricia

El poder de la avaricia Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado…

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DETECTIVE. “Mire, Carmilla –me dijo el agente de la sección de homicidios de la Dirección Nacional de Investigac­ión Criminal (DNIC)–, a nosotros nos extrañó mucho que de la noche a la mañana, el compañero hubiera prosperado. Toda la vida vino a trabajar en moto, una moto Yamaha, vieja pero buena, y que él cuidaba como oro en paño porque era el único medio de transporte seguro que tenía; pero, de repente, metió al parqueo de la DNIC una preciosa camioneta Mitsubishi gris, de las cachetonas que le dicen, y se bajó bien vestido, con ropa nueva y no de bulto, oloroso, con un anillo de oro y una esclava, y con un reloj de esos grandes, que cuestan un dineral. Y hasta le había comprado funda nueva a su pistola de reglamento, andaba una billetera de piel de cocodrilo, y la andaba llena de billetes de quinientos… Y sonreía como un príncipe… sin saber que estaba levantando más sospechas que polvo, y que muchos ojos empezaron a fijarse en él”.

“Mirá –me dijo el Director–, averiguá en cuáles casos estaba trabajando este chavalo y selecciona­me aquellos en los que pueda haber algo de movida para este tonto… Si lo agarramos en algo, creo que se va a arrepentir de ser tan ostentoso”.

El detective hizo una pausa. Había dicho: “Creo que se va a arrepentir de ser tan ostentoso”, por lo que yo me quedé pensando que si aquel compañero andaba en malos pasos, pero se quedaba callado, calladito, no habría ningún problema, así y le estuviera agarrando dinero sucio al más sucio de los delincuent­es. Pero mi General era así, un poco sucio él también, y yo me quedé callado… Lo que me correspond­ía era hacer mi trabajo, y no porque fuera sapo, sino porque estábamos tratando de darle a la sociedad una Policía de Investigac­ión Criminal confiable, y cosas como aquellas no nos agradaban a muchos, aunque algunos siempre extendiera­n la mano para agarrar lo que les dieran.

CASO

El detective sacó de un maletín varios expediente­s, seleccionó uno, y lo puso frente a mí.

“Mire, Carmilla –me dijo–, eso que dicen que no hay crimen perfecto es verdad… Todos estos expediente­s son los casos en los que este chavo estuvo trabajando, pero este, en especial, es el que nos llamó la atención porque fue como que el diablo se lo puso en las manos para que se hiciera de mucho dinero”.

Hizo otra pausa para esperar que sirvieran el café y tomaran el pedido del desayuno, esos desayunos de Denny’s que son incomparab­les.

“Una tarde –siguió diciendo el detective–, este chavo venía del sur, de Jícaro Galán o de San Lorenzo, donde no tenía nada que hacer porque nadie le había asignado ninguna misión en aquella zona, pero él se había ido de parranda con una mujer, una compañera que estaba de libre ese día, y en el carro de la DNIC. Al llegar al desvío de Ojojona, se le cruzó un motociclis­ta y, aunque logró esquivarlo, en la maniobra que hizo, el carro derrapó y se fue a estrellar de costado con un bus de la empresa Yelvita, o Mi Yelvita, o de una de esas empresas que viajan al sur. Mi General, de castigo, lo mandó un mes para San Pedro Sula, a la DNIC de allá, y fue allá donde encontró la suerte”.

FOTO

Le dio vuelta a unas páginas del expediente y se detuvo en una donde estaba una fotografía a colores. Era la de una señora, muerta ya, y que había sido tomada en una cama de hospital.

“¿Imagina usted quién era esta señora?” –me preguntó el detective, señalando la fotografía con el dedo.

“No –le respondí–; no sé quién es”. “¿No va a publicar los nombres reales, verdad?”

“No; claro que no”.

El detective sorbió un trago largo de café. Luego, poniendo la taza sobre la mesa, me dijo, bajando la voz:

“Esta señora era la viuda de uno de los hombres más ricos de Honduras, y de toda Centroamér­ica”.

“Ah, sí”.

“Tenía setenta y seis años cuando murió, y apenas tres años de haber enviudado. Y, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en su casa, manejaba con mano de hierro los negocios que había fundado con su esposo, negocios con los que habían logrado tener una gran fortuna, tan grande, que se asombraría usted de la cantidad de dinero que tenía esta señora…”

Tomó otro trago de café. “Tenía inversione­s en bancos, en maquilas, en empresas de aviación, cotizaba en la bolsa, en Estados Unidos, importaba alimentos y exportaba café y cacao; también vendía carnes para el mercado americano y compraba y vendía madera de color para Europa, sobre todo para Alemania. Y tenía inversione­s en bienes raíces que le generaban grandes cantidades de ingresos cada mes… Todo lo había logrado trabajando duro al lado de su esposo, que había empezado con grandes sueños, y los hizo realidad, porque, como él decía, también hay un sueño hondureño que con dedicación, trabajo y esfuerzo se puede hacer realidad, ya que lo que un hombre puede lograr, también otro lo puede lograr…”

Trajeron la comida.

“La pareja tuvo cuatro hijos –siguió diciendo el detective–, tres varones y una niña. A los cuatro los educaron en las mejores escuelas y, graduados aquí, los enviaron a Estados Unidos. A los varones los prepararon para que siguieran con los negocios de la familia; a la niña, para que fuera ama de casa, aunque profesiona­l, hablando tres o cuatro idiomas, y con su buena parte de la herencia familiar, pero, como no todo es alegrías en la vida, un día de tantos, el señor se sintió mal, se llevó una mano al pecho, y cayó al suelo, en su propia oficina. Cuando quisieron auxiliarlo, ya estaba muerto. Infarto fulminante. Lo enterraron y, una semana después, se leyó su testamento. Todo, absolutame­nte todo, se lo dejaba a su esposa, aunque dejaba claro lo que le correspond­ía a cada hijo a la muerte de la señora, pero dejándole a

Mirá –me dijo el Director–, averiguá en cuáles casos estaba trabajando este chavalo y selecciona­me aquellos en los que pueda haber algo de movida para este tonto… Si lo agarramos en algo, creo que se va a arrepentir de ser tan ostentoso”.

ella la potestad de cambiar su voluntad según su criterio y el merecimien­to de sus hijos, a los que decía que amaba más que a su propia vida”.

MOTIVOS

El detective bañó de salsa roja los huevos divorciado­s y empezó a comer con evidente placer, bebiendo una taza de café tras otra.

“¿Por qué le cuento todo esto, Carmilla? –me preguntó, de repente, dejando de masticar por un momento–. Pues, porque por aquí está la punta de la madeja del caso que le quiero contar”.

“Está bien –le dije–; me parece interesant­e, y sé que a los lectores de EL HERALDO les va a gustar… Siga; no se preocupe”.

Se llevó dos nuevos bocados con el tenedor, bebió más café, se limpió la salsa con una servilleta y, viéndome, me dijo:

“Reunió la señora a todos sus hijos, a los varones, quiero decir, y a cada uno le asignó una responsabi­lidad dentro de las empresas. Los muchachos, que fueron educados para llevar los negocios cuando su padre faltara, aceptaron la responsabi­lidad con gusto, y se pusieron a trabajar, pero siempre bajo la supervisió­n de la madre, que era como una dama de hierro, muy buena en los negocios y a la que no se le perdía nunca un centavo. Les había costado tanto lo que tenían, que cuidaba el dinero casi con tacañería, aunque era muy pródiga con sus hijos, con sus nueras y con sus nietos, pero, especialme­nte, con su hija, que era muy parecida a ella, y a la que quería como a la niña de sus ojos”.

El plato del detective se iba vaciando, y yo entendía que su estómago tenía todavía mucho espacio qué llenar.

“¿Puedo llevarle un Slam-sandwich a mi esposa? –me preguntó, de pronto–. Es para que ella no cocine”.

“Por supuesto –le dije–; claro que sí… Con mucho gusto”.

Llamó al mesero.

“Y lleve algo para sus hijos –agregué–, para que su esposa descanse esta mañana de domingo…”

“¿De verdad, Carmilla?”

“De verdad… Con mucho gusto”. ¿Cómo no ser especial con estos hombres y mujeres que por años me han ayudado con sus casos? ¿Cómo no ser especial con ellos y con ellas que a causa de su trabajo como policías de investigac­ión criminal es que existe Carmilla Wyler? Me dio las gracias el detective, y agregó: “La muchacha, a la que me gustaría que llame Yanín, porque así se llama mi hija pequeña, era muy bonita; bueno, digo era, pero, en realidad debo decir es muy bonita, porque no se ha muerto, y era muy apegada a su mamá. A donde la señora iba, iba ella; a donde la señora viajara, allí iba Yanín. Aunque, dos años después de la muerte de su esposo, la señora empezó a preocupars­e por su hija ya que pasaba el tiempo y no daba muestras de querer casarse. Tenía ya veinticuat­ro años, y ni siquiera novio le conocían”.

“Ya va siendo hora de que te casés y tengás familia –le dijo su madre–; voy a hablar con tus hermanos para que te ayuden a conseguir un buen partido”. Yanín se rió.

“Pero, mamá, si hace un mes ando de novia con un muchacho que te va a encantar”.

“Ajá, ¿y quién es ese muchacho? ¿De qué familia viene? ¿Qué hace? ¿A qué se dedica su familia?”

“Ay, mamá; tampoco es que me voy a casar con el príncipe Carlos de Inglaterra. Pero Denis es bueno, estudia Medicina y su familia tiene una finca de café en Santa Bárbara…”

“Finca de café en Santa Bárbara… – dijo la señora–. Ay, hija, yo creo que eso no le va a gustar a tus hermanos. Será mejor que esperés un poco, por si ellos encuentran un mejor partido para vos… Recordá que tu papá te dejó una buena herencia, y a ninguno de nosotros nos va a gustar que caiga en manos de un cualquiera… Y el dinero hay que cuidarlo y hacerlo crecer. Así pensaba tu papá y así piensan tus hermanos…”

“No te preocupés, mamá –le dijo Yanín–; cuando conozcan a Denis se van a enamorar de él…”

“Y vos, ¿dónde lo conociste?”

“Es una larga historia, pero te la voy a contar”.

El detective hizo otra pausa. “Todo esto que le cuento, Carmilla – me dijo–, lo averiguamo­s después de la muerte de la señora, una muerte normal, del corazón, que nada tenía que ver con la DNIC, pero que sí tenía que ver con el compañero que se había enriquecid­o de la noche a la mañana… Y ahora le voy a contar la otra parte”

¿Imagina usted quién era esta señora?” –me preguntó el detective, señalando la fotografía con el dedo. ‘No –le respondí–; no sé quién es’. El detective sorbió un trago largo de café y me dijo, bajando la voz: ‘Esta señora era la viuda de uno de los hombres más ricos de Honduras, y de toda Centroamér­ica’”.

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