El día del juicio
Tras ser delatado por uno de sus discípulos, Judas Iscariote, a cambio de treinta monedas, fue capturado y trasladado al tribunal, presidido por el representante de la autoridad imperial romana, quien decide su inocencia o culpabilidad de los cargos de que es acusado por los fariseos, sepulcros blanqueados de hoy y siempre: ser subversivo, blasfemo, crítico del sistema imperante. La muchedumbre presente en la sala, azuzada por el sacerdocio, impide el desarrollo del juicio, por demás parcializado desde el inicio, exigiendo que el Redentor sea ejecutado, pese a que Pilatos no encuentra causales que lo incriminen y le permitan sentenciarlo a muerte. Ante las presiones de la turba, en actitud por demás cobarde, Poncio Pilatos procede al lavatorio de manos, con ello simbolizando no ser responsable del destino que le aguarda a Jesús el día siguiente. Así proceden quienes carecen de entereza e integridad.
De esta manera, la judicatura fue pervertida, cediendo a presiones indebidas. Esa violación a la presunción de inocencia que debe amparar a toda persona, en tanto en cuanto no se demuestre lo contrario mediante el aporte de pruebas fehacientes que lo demuestren, sin lugar a dudas razonables, continúa aquejando a muchos sistemas judiciales, privando de libertad e incluso de existencia a inocentes. Con ello, la recta e imparcial administración de justicia colapsa y pierde todo vestigio de credibilidad. Las horas postreras de ese jueves las dedica el Mesías a meditar y orar, evocando a sus progenitores, a todas y todos que han creído en su prédica evangélica y lo han seguido incondicionalmente, a los enfermos de cuerpo y espíritu que ha sanado, a su trayectoria terrenal que ha durado treinta y tres años. En sucesión, las imágenes van pasando por su mente. Pero es cierto que el atroz sacrificio a que será sometido el siguiente día hará posible la redención de la humanidad a lo largo del tiempo. Esa convicción lo fortalece internamente.
Con el alba del viernes, al despuntar el sol, da inicio su prolongado y cruel martirio, provocando luto y desolación. El recorrido hacia el Calvario será lento, por el peso de la cruz que carga y los azotes con que se ensañan sus verdugos, lacerando su cuerpo, pero sin poder doblegar su voluntad