Diario El Heraldo

¿Quién era el capo sin piernas?

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

- CARMILLA WYLER

HALLAZGO. Al policía Casco lo encontraro­n una mañana en una caja de cartón, hecho pedazos. El médico forense dijo que lo habían torturado antes de matarlo, y que lo habían hecho con saña extrema pero con mucha delicadeza, de modo que la víctima resistiera viva la mayor parte del tiempo, lo que prolongó su sufrimient­o.

“Se trata de una venganza –dijo uno de los agentes de los Policía de Investigac­ión Criminal–; y, por la forma en que lo mataron y despedazar­on el cuerpo, lo más seguro es que los asesinos pertenecen a alguna pandilla”.

Y así era; sin embargo, no era ninguna de las conocidas.

A uno de los agentes un testigo le dijo que a Casco lo había matado Mincho, “el sin piernas”, en venganza por haber pateado a su hermana el día en que lo capturaron.

Lo encontraro­n colgando de la viga de una letrina, “como un murciélago”, su hermana lo defendió porque el policía lo golpeó, y este le pegó una patada.

“El sin piernas se la cantó –dijo el testigo–; le dijo que lo iba a pelar por lo que le había hecho a su hermana. Y cumplió su palabra”.

Así acabó Casco, un policía que tenía mucho tiempo de pertenecer a la institució­n y que odiaba a los delincuent­es… a los que siempre golpeaba.

“Tarde o temprano alguien se la iba a cobrar” –dijo uno de sus compañeros.

“El problema –dijo el oficial a cargo de la investigac­ión del caso–, es que ya no tenemos a quién perseguir. Mincho, el sin piernas, murió… Ni modo”.

Hasta aquí un resumen del caso de la semana pasada titulado “El final más horrible”. Ahora, ¿quién era Mincho, el sin piernas?

Niñez

Al papá de Mincho lo mataron cuando él era muy niño, “unos malditos, por robarle la quincena que se ganaba lavando botellas en una destilería”. Al señor lo encontraro­n en un callejón solitario; lo habían atacado a pedradas y lo dejaron desangránd­ose boca abajo, sin un centavo.

Ese fue el comienzo de la desgracia en la vida de Mincho. Como era el mayorcito, empezó ayudándole a su mamá a vender las tortillas que hacía al mediodía y en la tarde. Conforme pasó el tiempo, se hizo cada vez más serio, y cada vez odiaba con mayor fuerza a los que le habían quitado la vida a su papá. Juró que “si llegaba a saber quiénes eran, los mataría con sus propias manos”.

Entró a la escuela, pero la dejó al tercer grado. Sus hermanitos crecían y su mamá no podía darles todo lo que necesitaba­n con la venta de tortillas.

Entonces, se unió a un grupo de amigos que se llevaba “haciendo picardías” en los mercados de Comayagüel­a, hasta que conoció a un hombre que le dijo:

“Vos sos bien chispa, cipote; si te parás en treinta, yo te ayudo… ¿Te aventás?” “Si vale la pena, me aviento”. “Mirá, vas a vender esto… ¿Sabés | qué es?”

“Marihuana…”

“Y esto”.

“Piedra…”

“Si no me fallás, te va a ir bien”.

Y bien le fue a Mincho porque cada tarde le daba buenas cuentas a aquel hombre, que cada vez fue confiando más en él, hasta que la Policía lo capturó. Y allá fue a verlo Mincho, que ya había cumplido los doce años.

“Te vas a ver con mi mujer –le dijo el hombre–; ella te va a dar la merca… y vos le das cuentas como si fuera yo… ¿Qué te parece?”

“Está bueno, pué… Seguimos así hasta que usted salga de aquí”.

Pero aquel hombre nunca salió de la Penitencia­ría, y si salió, fue en una bolsa para cadáveres en la que lo llevaron a la morgue del Ministerio Público. Lo apuñalaron por la espalda y nunca se supo quién fue. Entonces Mincho se quedó trabajando con la viuda por un tiempo, hasta que empezó a formar su propia banda.

“Cinco cipotes como él que vendían droga y que le daban cuentas solo a él”.

Un día, fue a la casa de la viuda, y ya no estaba. La habían capturado. Entonces, se quedó con el dinero, con la mercancía y, poco a poco, se fue ganando la confianza de los proveedore­s, que, conforme crecía, confiaban más en él.

Ahora ya no había pobreza en su casa, su mamá dejó de hacer tortillas y sus hermanas fueron a la escuela y al colegio. Y él empezó a vestir bien. Cuando cumplió diecinueve años, era todo un capo, andaba en buenos carros, tenía chofer, armas, guardaespa­ldas, y socios que creían en él. Y le iba muy bien. Pero no todo es miel sobre hojuelas, y un día, le llegó un mensaje de una banda a la que él conocía pero con la que no hacía tratos.

“Vamos a repartirno­s el territorio –le dijeron–, y no queremos problemas. Vos en lo tuyo, nosotros en lo de nosotros, que al fin y al cabo hay para todos”.

Pero aquello no le gustó a Mincho, y ordenó el rapto de los mensajeros, los

A uno de los agentes un testigo le dijo que a Casco lo había matado Mincho, ‘el sin piernas’, en venganza por haber pateado a su hermana el día en que lo capturaron”.

llevó a la carretera del sur y los mató a balazos. Allí empezó la guerra contra la otra banda, y las cosas empezaron a ponerse difíciles para Mincho.

Ojo por ojo

Un mes después le mataron dos de sus mejores vendedores. Y una semana más tarde, un motorizado le hizo una descarga de metralleta en un bulevar de Comayagüel­a. Pero el blindaje de su camioneta resistió, y las cosas fueron de mal en peor. Una noche, le llevaron a un muchacho. “Es hermano del jefe de la otra banda –le dijeron–; ¿qué hacemos con él?”

“Pelarlo –dijo Mincho–, y quiero que tiren los pedazos de su cuerpo en la zona de esos menes. Así van a saber con quién se han metido… ¿Me han entendido bien?”

Guerra

Al muchacho lo mataron y desmembrar­on su cuerpo. Lo dejaron en costales de harina en una calle poco transitada. Entonces, el hermano del muerto dio una orden:

“Quiero que le maten a la mamá y a las hermanas, pero ya”.

Y así fue.

Una noche entraron a la casa de la mamá de Mincho y la ametrallar­on. Una de sus hijas estaba con ella, y le dispararon varias veces. Dos de ellas se salvaron porque estaban fuera de la casa. Fue en ese momento en que varios de sus propios hombres se hicieron a un lado, dejándolo casi solo.

Fuga

En aquellas condicione­s, y sabiendo que la Policía y sus enemigos lo buscaban hasta debajo de las piedras, Mincho decidió irse “mojado” para Estados Unidos. Su madre y su hermana estaban muertas, y las únicas dos hermanas que le quedaban tenían que esconderse. Así, llegó a Guatemala y, en Chiapas, se subió al tren con rumbo al norte, a Estados Unidos. Tenía un sobrino en Los Ángeles que le dijo que se llegara hasta allí y que esperara a que todo se calmara en Honduras. Que ya iba a llegar la hora de desquitars­e.

Pero viajar ilegal por México es difícil y peligroso, y más cuando el cansancio, el hambre y el sueño se convierten en los peores enemigos del “mojado”. Mincho se durmió en el techo del vagón y, por desgracia, se cayó. Y las ruedas del tren le cortaron las dos piernas, arriba de las rodillas. Nadie oyó sus gritos, y, cuando pasó el último vagón del tren, unos inmigrante­s, compadecid­os, llamaron a la Policía. Mincho despertó en un hospital. Allí permaneció tres largos meses, hasta que sus dos hermanas lograron viajar a verlo.

“Tu enemigo se murió –le dijo una de ellas–; lo mataron en el mercado peleando territorio… Yo creo que podés regresar a Honduras”.

“¿Estás segura?”

“Segura. Nosotras lo vimos en la televisión. Lo mataron. Ya no tenés peligros”.

Y, confiado, Mincho regresó a Honduras.

Banda

No tardó en reunirse con los pocos fieles que le quedaron después de la muerte de su madre, y uno de los proveedore­s de mercancía confió en él.

“¿Así, sin piernas, vas a trabajar? –le preguntó–. ¿Estas seguro de lo que vas a hacer? Porque bien sabés que si me fallás, pues yo quedo mal con otra gente más alta que yo, y lo que te puede venir es que te pelen… ¿Si me estás entendiend­o?”

Mincho entendía muy bien. Y era tan listo, que en menos de dos meses se había organizado, tenía buenos clientes, la extorsión le dejaba buenos dividendos, y el asalto a camiones prosperaba.

Volvió a tener su propia camioneta, chofer y guardaespa­ldas. Pero la Policía antidrogas ya le había puesto el ojo encima. Lo buscaban como Mincho, el sin piernas, y se esforzaban por capturarlo. Pero los informante­s que ayudaban a la Policía se equivocaba­n cada vez más. Mincho dormía en una casa hoy y en otra mañana, y trabajaba con más ganas desde que el territorio de sus enemigos había quedado libre; y los que se aventuraro­n a desafiarlo, o se unían a él, o se morían. Era así de simple.

Operativo

Pero llegó el día en que Mincho tenía que caer, y la Policía montó un gran operativo en una zona de Comayagüel­a donde se escondía esa noche. A la mañana siguiente, a las seis en punto, entraron a la casa, pero Mincho se había escapado. Sin embargo, alguien lo vio “corriendo” por los techos de las casas vecinas. Sin piernas, pero tenía una gran agilidad con las manos y los brazos, y corría, literalmen­te, a gran velocidad. Pero no iba a escapar. Lo encontraro­n en una letrina, colgado de una viga, como murciélago. Casco, el policía, lo bajó a golpes, y lo sacó de arrastras a la calle; luego, le gritó que se subiera a la patrulla. Intervino la hermana, y él la golpeó.

Lo peor de todo esto es que a los diez días, Mincho, el sin piernas, salió en libertad porque el juez desestimó las pruebas que le presentaro­n los fiscales. Y Mincho volvió a las andadas. Era hora de cumplir su palabra. Ordenó que raptaran al policía Casco, y lo mató. Tres días después lo mataron a él. Uno de sus propios hombres dijo donde se quedaría a dormir esa noche, y varios hombres con pasamontañ­as y AK-47 entraron solo a matarlo. Allí dejaron los anillos y los relojes de oro que tenía, el dinero, en grandes fajos, y la droga que preparaba para la venta de la semana. Se dice que lo mataron policías, en venganza por la muerte de Casco, pero eso es algo que tal vez no se sepa nunca...

‘Vos sos bien chispa, cipote; si te parás en treinta, yo te ayudo… ¿Te aventás?’

‘Si vale la pena, me aviento’.

‘Mirá, vas a vender esto… ¿Sabés qué es?’ ‘Marihuana…’

‘Y esto’. ‘Piedra…’

‘Si no me fallás, te va a ir bien’.

Y bien le fue a Mincho porque cada tarde le daba buenas cuentas a aquel hombre, que cada vez fue confiando más en él, hasta que la Policía lo capturó. Y allá fue a verlo Mincho, que ya había cumplido los doce años. ‘Te vas a ver con mi mujer –le dijo el hombre–; ella te va a dar la merca… y vos le das cuentas como si fuera yo… ¿Qué te parece?’

‘Está bueno, pué… Seguimos así hasta que usted saga de aquí’”.

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