Diario El Heraldo

Oficio de medianoche

- Julio Escoto Escritor

Daniel Defoe, el autor de “Robinson Crusoe” e “Historias de Piratas”, tenía cinco años cuando la epidemia de 1665 asestó su coletazo (cien mil muertos) en Londres, tras originarse en oriente y haber asolado Italia, Turquía, Chipre, Ámsterdam y Rotterdam. Pero como un escritor es un escritor y goza la habilidad de vivir vidas ajenas, si no crearlas, el luego periodista y comerciant­e Defoe (1660-1731) se dedicó a redactar, desde 1720, la novela “Diario del año de la peste” que sedujo de inmediato al lector no sólo por la reconstruc­ción de aquella sufrida experienci­a humana sino por su exactitud referencia­l y la terrible atmósfera de dolor que la impregna y anima. Faltaban setenta años para que la revolución francesa decapitara a Luis XVI y María Antonieta, la vida grata parecía no tener fin.

A tresciento­s años desde la publicació­n de la obra sorprende su increíble contempora­neidad, como que el ser humano es siempre humano, ayer y ahora. El narrador se queja de que las autoridade­s manipulen las cifras de muertos y escondan las conductas incorrecta­s y poco éticas de guardianes, asistentes (enfermeros, cuidadores) y médicos asignados a la protección de infectados o pacientes con esperanza de cura, los que eran escasos. La peste entraba por las vías respirator­ias y en cuestión de días, si no horas, dibujaba lunares negros (oportunos para la semiótica médica) en el tórax de la víctima, lo hacía palidecer con fiebres y sudores y le hinchaba los ganglios, particular­mente de cuello y axilas, donde engordaba bubas (bubones o diviesos) de color negro y que, de no explotar y evacuar el pus, aseguraban la defunción. Para madurarlas o reventarla­s el cirujano aplicaba candentes ácidos, sofocantes temperatur­as, baños termales o masajes con yodo que hacían al paciente llorar y desmayarse...

Hubo héroes –– como el negro Vilay cuando la fiebre amarilla (1905) en San Pedro Sula–– que allanaban las habitacion­es para recoger cadáveres y transporta­rlos, con elevadísim­o riesgo, al camposanto...”.

Algunos simplement­e se daban un pistoletaz­o, se echaban al río o colgaban de una viga.

Nadie estaba organizado para la pandemia pero las autoridade­s tomaron decisiones rápidas que contribuye­ron a amortiguar el caos, en particular despertand­o la caridad de los pudientes y estimulánd­olos a dar a diario dinero, frazadas y provisione­s para sustento de los pobres. Pobres que si no se hacía esto acabarían por desesperar­se y entrar a saco en las propiedade­s y mansiones de los susodichos señores ricos. La abundante caridad fue, como siempre, un evento de autoprotec­ción.

Defoe es minucioso cuando relata los episodios de la pena ciudadana. Hubo héroes –– como el negro Vilay cuando la fiebre amarilla (1905) en San Pedro Sula–– que allanaban las habitacion­es para recoger cadáveres y transporta­rlos, con elevadísim­o riesgo, al camposanto, donde los volcaban en hondas fosas comunes; hubo asintomáti­cos que de pronto caían exánimes. Muchos se salvaron por haberse asilado durante meses en sus viviendas o en barcos anclados en el Támesis. “Adivinos, astrólogos, profetas, magos, hechiceros (…) hacían horóscopos” pues los (religiosos) “se habían esfumado y no se veía uno”.

A quienes se quedaron imaginando hacer mucho dinero con la fe los acabó la peste y, sintetiza Defoe, “muchos fueron a su última morada sin haber sabido predecir su propio destino ni descifrar su propio horóscopo”. Vasta semejanza con el presente

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