Diario El Heraldo

Una desaparici­ón extraña

Real: No hay dolor más grande que la pérdida de un hijo.

- CARMILLA WYLER

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

BETO.

Se llamaba Roberto, como el papá, pero desde niño le decían Beto. Era el único varón de la familia, y don Beto tenía grandes esperanzas en él. La hacienda, los negocios y las demás propiedade­s quedarían en sus manos para que él las administra­ra y ayudara a sus cuatro hermanas; además, para que hiciera crecer los negocios.

Estudiaba Derecho en Tegucigalp­a. No le gustó la Universida­d en Juticalpa, ni quiso estudiar Agronomía, como le sugirió su padre. Deseaba ser abogado.

Entonces, don Beto compró una casa grande en Tegucigalp­a para que vivieran allí mientras estudiaban. La hija mayor estudiaba Medicina, la segunda Odontologí­a, la tercera sería licenciada en Enfermería y la cuarta, la menor, pues, estudiaría Administra­ción de Empresas después de que su hijo creciera lo suficiente como para que se quedara con la abuela, porque se había enamorado, y su bendición tenía apenas seis meses, y el padre se había perdido por esos caminos de Dios. Pero, así sucede en las familias, y don Beto amaba a su nieto y soñaba con grandes cosas para todos. Y le alegró mucho cuando Beto, su hijo, le dijo que tenía novia.

Había cumplido veinte años, era el cuarto de sus hijos, y representa­ba casi todo para él. Y, cuando le dijo que la llevaría a la hacienda para que la conocieran, fue como un día de fiesta.

María.

Era bonita, aunque un poco mayor que Beto, pues, tenía veintidós años. Era alta, no tanto como Beto, pero era de hermosa estatura, y bonita, muy bonita.

Cada dos años cambiaba de carro, vestía con elegancia ropas finas, tenía joyas preciosas y usaba los mejores perfumes. Vivía en una mansión, con sus dos padres y un hermano menor, y era feliz, sobre todo porque, como decían sus amigas, hacía lo que quería, era la consentida de su papá, y poco le faltaba para ser una princesa.

Por un accidente en moto se retiró un año de la universida­d. Iba con su novio por el anillo periférico, y una rastra estaba estacionad­a a una orilla, sin luces de advertenci­a. El novio se estrelló contra la rastra, y murió en el acto. Ella estuvo un mes en el hospital, dos meses recuperánd­ose, y seis con el psiquiatra, para superarse del trauma. Pero, ya todo había pasado y era una mujer nueva. Pronto sería abogada, y se iría un par de años a España a especializ­arse en algo más. Pero, le había prometido a Beto que lo esperaría, si se esforzaba más, para que se fueran juntos. Beto, enamorado como estaba, matriculab­a seis y hasta siete clases, y estudiaba día y noche. Y cada trimestre que pasaba, se acercaba más a su novia.

Don Beto, que ya tenía sus años, y había vivido la vida, le dijo a su esposa:

“No me gusta mucho la novia de Beto”.

“Pero, ¿qué podemos hacer? Es su decisión”.

“No sé por qué pero me parece muy sofisticad­a, y Beto es sencillo y bueno; y ella es medio alocada”.

“No podemos hacer nada, viejo. Es la decisión del muchacho”.

En eso estaba de acuerdo don Beto. Ni modo. Sin embargo, cuando su hijo faltó a clases toda una semana, no fue el viernes a Olancho, como acostumbra­ba cada quince días, y no contestaba el teléfono, se preocupó. Su hija mayor le dijo que es que se había peleado con la novia y que se había deprimido.

“Pero ya se van a contentar –dijo el señor–; es normal”.

“Ojalá –le dijo la muchacha–; allí está encerrado en el cuarto y no quiere ni comer”.

“También es normal. Déjalo, hija; ya se le va a pasar”.

Pero no se le pasó.

Cuando las tres muchachas regresaron el domingo de Olancho, lo primero que hicieron fue tocar la puerta del cuarto de Beto, pero este no respondió.

“Ha de estar dormido –se dijeron–; mañana hablamos con él. No tiene por qué echarse a morir”.

Y la muchacha tenía razón. No tenía por qué.

Puerta.

A la mañana siguiente, la primera en levantarse fue la que estudiaba Medicina, y sintió un olor raro en la casa. Siguió el rastro con el olfato, y se dio cuenta de que aquel olor salía del cuarto de Beto.

Desesperad­a, empezó a golpear la puerta, llamó a las hermanas, buscaron la llave extra, pero la puerta estaba asegurada por dentro. Vieron por la ventana que daba al patio, pero esta tenía un balcón sólido de hierro, y celosías con grandes cortinas. Nada se veía.

Entonces, llamaron a dos guardias, y la hermana mayor les pidió que abrieran la puerta como fuera. Aunque resistió, aquella gruesa puerta de roble, terminó cediendo, y las muchachas entraron al

Don Beto, que ya tenía sus años, y había vivido la vida, le dijo a su esposa: “No me gusta mucho la novia de Beto”. “Pero, ¿qué podemos hacer? Es su decisión. “No sé por qué pero me parece muy sofisticad­a, y Beto es sencillo y bueno; y ella es medio alocada”.

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