Diario El Heraldo

CARMILLA WYLER Dicho. La vida es lo mejor que se ha inventado, dijo el coronel… El secreto más doloroso

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Este relato narra casos reales. Se han cambiado los nombres a petición de las fuentes.

Estimada Carmilla, le escribo después de leer los últimos casos publicados en EL HERALDO sobre los abusadores de niños, esa práctica horrible que sigue latente en nuestra sociedad y que se erradicará solo con medidas extremas, con castigos severos y educando a los padres para que cuiden más y mejor a sus hijos. Pero, le escribo para contarle un caso del que fui testigo en 1983, cuando yo era Teniente, y al que se trató de esconder cobardemen­te. Se lo envío, deseando que lo publique, porque el abuso de menores es algo que todos y todas debemos enfrentar con valentía, no solo para detener a los depredador­es de niños, sino para proteger a nuestra niñez. Por desgracia, Carmilla, nuestra legislació­n es débil en este punto, y la mayoría de los casos se quedan sin castigo, y los que son castigados, reciben condenas ligeras, que los preparan, más bien, para volver a la calle a causar más daño, y esta vez, con odio y deseos de venganza, y esto debe terminar.

Atentament­e, General de División® Romeo Vásquez Velásquez.

NIÑOS.

Eran dos. No eran parientes entre sí, pero eran buenos amigos, vivían en la misma aldea e iban a la misma escuela… y a la misma iglesia. Uno tenía once años. El otro iba a cumplir los trece. Pero, un día, desapareci­eron de la aldea. La última vez que los vieron fue cuando, en la tarde, iban a los potreros a recoger el ganado para devolverlo a los corrales. Pero, no lo hicieron. A las seis de la tarde, cuando vieron que las vacas no regresaban, los adultos se preocuparo­n. Fueron ellos mismos por el ganado, pero, de los niños, no supieron nada. Luego de encerrar el ganado, y cuando ya era de noche, empezaron a buscarlos. No los encontraro­n.

A la mañana siguiente, reiniciaro­n la búsqueda, sin embargo, al mediodía, los niños seguían sin aparecer; entonces, los padres decidieron ir a la policía. Era, en aquellos años, la Fuerza de Seguridad Pública (Fusep), y el sargento de El Rosario les aseguró que enviaría a sus hombres a investigar. Pero ya no fue necesario. Antes de que cayera la noche, los encontraro­n. Estaban en lo más profundo de la montaña, desde donde se veía el río Humuya como una larga serpiente que se escurría entre los cerros. Uno, el que tenía once años, estaba al pie de un árbol, en medio de un charco de sangre seca, una nube de moscas y un ejército de hormigas. Los zopilotes empezaban a sacarle las entrañas a picotazos. Lo habían degollado, cortándole el cuello con un cuchillo de caza que estaba al pie del árbol, lleno de sangre coagulada. A tres pasos de allí, estaba el segundo niño, el que tenía trece años. Colgaba del cuello de una de las ramas más gruesas del árbol, sus pies casi tocaban la tierra, y su cuerpo se balanceaba a impulsos del viento. Tenía las manos manchadas de sangre, la lengua colgando casi sobre el pecho, sobre el que caía la barbilla, los ojos a punto de salir de sus órbitas, y heces y orina en los pantalones. Las personas que me contaron todo esto no lo podían creer. Algo así nunca había sucedido en aquella aldea, ni en los alrededore­s, y todos estaban conmociona­dos. ¿Por qué habían muerto?

Era algo que la Fusep tenía que investigar, así que llegaron hasta la aldea tres detectives del Departamen­to de Investigac­ión Nacional (DIN).

PACTO.

Estaba claro, Carmilla, que aquel había sido un pacto de muerte, y así lo explicó el subtenient­e del DIN que enviaron desde Comayagua. Al niño mayor le habían encontrado, en uno de los bolsillos del pantalón, un papel escrito de su puño y letra en el que decía que habían hecho aquello “porque ya no aguantaban lo que estaban viviendo”. El padrecito empezó tocándoles sus partes íntimas, y después abusó de ellos. “Nos obliga a hacerle cosas feas, y nosotros pasamos muchas vergüenzas, pero él dice que lo que hace no es pecado porque el amor es bonito, y que él nos ama mucho. Además, dice que Dios está contento con nosotros porque le ayudamos a ser feliz a uno de sus siervos, y que solo con eso tenemos ganado el cielo. Pero, yo sé que eso es mentira, y que el padrecito lo que hace es aprovechar­se de nosotros para hacernos eso que ya no me deja vivir en paz. Por eso lo hicimos. Yo le corté la yugular a Lino, y después me ahorqué. Lo hicimos porque es mejor estar muertos a seguir soportando lo que nos hace el padrecito”.

ROMEO VÁSQUEZ.

El general Vásquez Velásquez continúa:

Niños. Eran dos. No eran parientes entre sí, pero eran buenos amigos, vivían en la misma aldea e iban a la misma escuela… y a la misma iglesia. Uno tenía once años. El otro iba a cumplir los trece. Pero, un día, desapareci­eron de la aldea”.

“Nosotros hacíamos ejercicios militares en las montañas de Comayagua, en 1983, con soldados norteameri­canos del famoso Ahuas Tara, y llegamos a El Rosario la tarde en que encontraro­n a los niños muertos. Personalme­nte, me indignó cuando el oficial del DIN nos comentó los motivos por los que aquellos niños decidieron quitarse la vida.

“El mayor mató al más pequeño, mi teniente, y luego se colgó de la rama del árbol –me dijo–; fue un pacto horrible, que en todo este tiempo que he servido investigan­do crímenes no había visto. Y todo por causa de un maldito degenerado, de un violador de niños que merece que lo despelleje­n vivo”. “¿Ya sabés quien es el cura?”.

“Es un misionero, mi teniente; no es cura, pero aquí los niños le dicen “el padrecito”. Lo fuimos a buscar a la iglesia, pero no está. Nos dijeron que está en Comayagua. Avisamos a la gente de allá para que lo localice. Yo mismo quiero hacerle muchas preguntas a ese maldito…”.

“¿Preguntas? –le dije yo–. ¿Qué preguntas? ¿Sabés bien lo que ese degenerado le hizo a esos niños y a saber a cuántos más? Porque no dudamos de lo que dijo el niño, ¿verdad?”.

“No, mi teniente…”. “Entonces, ¿para qué hacerle preguntas? Hay que acusar criminalme­nte a este hombre, y llevarlo ante el juez para que lo condene…”.

“Si es que podemos probarle lo que ha hecho, mi teniente”.

“Bueno, eso sí. No basta con lo que el niño escribió en el papel antes de matar a su amigo y de quitarse él mismo la vida. Es necesario que el juez escuche las confesione­s de otras víctimas, porque Dios bien sabe que hay más víctimas de este infeliz”.

“Eso creo, mi teniente –me dijo el oficial–, pero, ¿dónde están los otros niños abusados? ¿Estarán dispuestos a declarar en contra de este religioso? A veces, mi teniente, por la vergüenza que producen estos casos, las víctimas prefieren quedarse calladas, y sufrir en silencio los efectos del abuso, pero, le juro que si encuentro uno, solo uno de los niños violados, voy a hacer que este miserable termine en la cárcel… y bien sabemos lo que le espera allí”.

“Si por mí fuera –le dije–, este hombre estaría preso desde ahorita…”. El subtenient­e suspiró.

“Por desgracia, mi teniente –me dijo–, no tengo nada seguro en mis manos. Si lo voy a buscar, es para entrevista­rlo, y segurament­e va a negar todo lo que escribió el niño. Además, a esta gente la protegen mucho, y dudo que después de la primera entrevista lo vuelva a ver… Lo mejor que podría hacer es ir a traerlo del pelo, llevarlo al cuarto de costura, y arrancarle las uñas una a una, para que confiese. Después, le sacaría los ojos, le arrancaría la lengua, y lo tiraría a la calle, para que todo el mundo sepa que está pagando sus crímenes un violador de niños…”.

“Pero, no podés hacer eso”. “¿Por qué no, mi teniente?”. “Hay leyes”.

“El maldito no respeta las leyes, ni las de los hombres, ni las leyes de Dios, que son las que él mismo predica. Viola niños, y no le importa el daño que les causa… Le aseguro que ya sabe que estos niños están muertos, y que fue por su culpa, pero, eso a él no le da ni frío ni calor, y en este momento, ha de estar preparándo­se para abusar de otra víctima, a la que va a marcar para siempre, como se marca el ganado con el hierro al rojo vivo”.

El oficial estaba indignado, hervía la sangre en sus venas, como hervía en las mías, y lo dejé que se calmara. En aquel momento, se llevaban los cuerpos de los niños hacia su aldea, para velarlos en rústicos ataúdes de pino, mientras las madres lloraban… y maldecían.

ANCIANA.

Tendría unos setenta y cinco años, tal vez más, y había en su rostro lleno de arrugas un dolor y una cólera que no se podrían describir. Llevaba un chal negro sobre la cabeza, por la que le salían las trenzas blancas y negras, y sus ojos echaban chispas.

“Mire, teniente –le dijo al oficial del DIN–, yo soy la abuela de Lino, el niño degollado. Yo solo le quiero pedir que usted nos ayude a que les hagan justicia a estos inocentes, porque si ustedes, los del DIN, no hacen nada, nosotros vamos a buscar a ese hombre maldecido y lo vamos a hacer que pague lo que hizo…”. “Confíe en nosotros, señora”. “¿Qué confíe me dice usted? ¡Si por confiar fue que nos pasó esto! Por confiar nuestros niños a ese miserable siervo del diablo… Pero, ya se lo digo –siguió diciendo la anciana, moviendo rápidament­e los labios que se hundían por ratos en su boca desdentada–, si ustedes no hacen justicia, nosotros vamos a buscar a ese hombre y lo vamos a matar… Ya se lo advertí…”.

“¿Sabían ustedes que esto les estaba pasando a sus hijos?” –le preguntó el oficial.

“Como saber, saber, no, pero de que se sospechaba algo, eso sí, aunque jamás nos imaginamos que les hiciera eso a mi nieto y a su amigo… Aquí se decían cosas…”.

“¿Qué cosas, señora? ¿Puede decírmelas?”.

“Pues, como que era muy sospechoso que el padrecito se llevara a los niños al monte, a acampar, como él decía, para que se acercaran más a Dios… Y también, que se veía raro…”.

“¿Cómo así? ¿Por qué se veía raro?”. “Pues, porque es muy amanerado…”. La anciana no quiso decir nada más. La esperaban.

“Ya se lo dije” –exclamó, al despedirse.

NOTA.

La historia que nos cuenta el General Romeo Vásquez es extensa, y la dividiremo­s en dos partes.

“Los abusadores de niños deben pagar con penas de por vida el mal que hacen –dice el general–, porque ese mal daña de por vida a sus víctimas, y eso es imperdonab­le. No darles a estos delincuent­es el castigo que merecen convierte a la sociedad en cómplice, y nuestros legislador­es deberían proteger a nuestros niños con leyes más duras en contra de estos salvajes. Castración química, cárcel de por vida, aislamient­o en solitario serían un castigo ejemplar… Pero, los padre deben cuidar más a sus hijos, y no confiársel­os a cualquiera, ni siquiera dentro de la misma familia”

Continuará la próxima semana.

El mayor mató al más pequeño, mi teniente, y luego se colgó de la rama del árbol –me dijo–; fue un pacto horrible, que en todo este tiempo que he servido investigan­do crímenes no había visto. Y todo por causa de un maldito degenerado, de un violador de niños que merece que lo despelleje­n vivo”.

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