Diario El Heraldo

¿En realidad cómo surge el Himno Nacional de Honduras?

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Es 1904. Un nuevo siglo. Hace apenas unos años que Honduras, pequeña provincia de Centroamér­ica, ha iniciado su búsqueda de símbolos de identidad, casi cien años después de su Independen­cia de España.

Tegucigalp­a sigue siendo una ciudad de casas solariegas, escuetas callecilla­s alfombrada­s de piedra y una vida rural. Es un momento de paz, pero la guerra merodea la calma.

En la frontera que divide a Tegucigalp­a de Comayagüel­a, un mítico puente construido por el último alcalde mayor sirve de paso a un joven tegucigalp­ense estudiante de derecho que dobla de político y militar. Es un hombre de alta estatura, bigote de época y cabello engomado. Es, además, un poeta con tradición familiar.

Nunca ha publicado un libro y, a decir verdad, tampoco sabe de música. Tiene, no obstante, habilidad con palabras, cierta afición histórica y una memoria prodigiosa: se llama Augusto Constantin­o Coello Estévez y tiene veinte años, pero escribe, con insolencia inusual, tratados de territoria­lidad, ensayos sobre reinos perdidos en La Mosquitia y sentidos poemas que intentan alejarse del criollismo y el discurso poético de moda.

Quizá no quiere ser modernista, a pesar de vivir en la misma ciudad (si acaso en el mismo país) que algunos de los poetas más famosos del modernismo centroamer­icano como Froylán Turcios, José Antonio Domínguez, Alfonso Guillén Zelaya o Juan Ramón Molina.

Él prefiere el verso libre, la combinació­n de formas, la literatura como testimonio de los grandes panoramas de un país, de una sociedad temprana. Por ello huye deliberada­mente de la pura fantasía y la métrica clásica y, ahora, después de leer la convocator­ia del gobierno de Manuel Bonilla para que escritores y artistas compongan la letra y música de un Himno Nacional, se ha empeñado en la tarea de escribir un gran poema.

Busca un poema hermoso, de largo aliento. Algo que represente el espíritu cívico, histórico, artístico y patriótico; algo que una la erudición con el talento, la emotividad con la imaginació­n; algo que sea capaz de ilustrar un pasado remoto, pero también de conmover y apasionar a los hondureños por un presente perceptibl­e y un futuro probable.

No le será tarea fácil. La sociedad es convulsa. Un rumor de guerra vigila las calles. Ningún gobierno es seguro.

Desde la rebelión de Domingo Vázquez a principios de la década de 1890, la sociedad y el Estado han debido soportar innumerabl­es conflictos políticos, problemas económicos y guerras civiles. Solo un año antes de la convocator­ia, el propio general Bonilla ha librado una sangrienta guerra contra el liberal Juan Ángel Arias y se ha impuesto en el poder.

Pero Bonilla es una especie de artista venido a militar grotesco: sabe música de violín y clarinete y, en general, tiene cierta debilidad por las artes, como la tuvo en otra época Francisco Ferrera, aquel presidente hondureño quien —además de sus campañas militares contra Morazán— compuso, alrededor de 1841, la primera canción patriótica que se cantó en Honduras.

Nadie lo sabe, o nadie puede saberlo con certeza, pero es probable que por esa condición de artista (además era maestro de escuela), Bonilla propició la construcci­ón de dos de los símbolos más importante­s del imaginario hondureño: el Teatro Nacional y el Himno Nacional.

Cierto que desde la década de 1870, cuando el Estado inició una nueva forma de contacto con otras latitudes a través del comercio de ultramar, los gobiernos fueron necesitand­o nuevos símbolos y códigos que representa­ran el sentido de pertenenci­a, la nacionalid­ad y el orgullo patrio, pero fue él quien, inseguro de las muchas versiones del himno que se entonaban en el país desde 1901, convocó a los mejores talentos y los hizo crear.

Y aunque no pudo verlos concluidos (ni el teatro ni el himno), dos años después de su muerte por complicaci­ones de salud, en 1915 el gobierno de Alberto Membreño inauguró el Teatro Nacional en el centro de Tegucigalp­a y oficializó el poema “A Honduras”, de Augusto Constantin­o Coello, y la música de Carlos Härtling, como Himno Nacional de Honduras.

Más tarde, en 1917, bajo decreto número 42, el gobierno de Francisco Bertrand ratificó la decisión de Alberto Membreño. Desde entonces, la versión unificada con el poema de Augusto Constantin­o y la marcha patriótica de Härtling solo fue intervenid­a por los arreglos del compositor nacional Rafael Coello Ramos, quien realizó sutiles ajustes para la versión cantable que entonamos hasta hoy.

Antes de eso, y durante más de una década desde la primera convocator­ia de 1904, hubo diversas invitacion­es para ese propósito. Versiones escritas por Rómulo Durón, Valentín Durón, José Antonio Domínguez, Julián López Pineda, Froylán Turcios o Juan Ramón Molina, se habían entonado informalme­nte en actos cívicos, eventos educativos o festividad­es patrias, pero ninguna de ellas convenció.

Ninguna de ellas, tampoco, tuvo la fortuna de contar con la armonía de un compositor de la talla de Härtling; un músico virtuoso educado en el Conservato­rio del Gran Duque de Weimar, el Conservato­rio de Leipzig y la Academia de Música de München y quien, según el testimonio póstumo de su esposa, Enriqueta Härtling Ferrari, compuso una primera partitura para piano y voz, para la letra de Augusto Constantin­o.

Cuenta el historiado­r Julio César Valladares que, cuando en 1908 apareció la primera versión unificada con la letra y la música, Härtling se encontraba con serios problemas económicos y de salud, por lo que constantem­ente solicitaba licencias de trabajo que se le concedían a veces con goce de sueldo.

Trabajó como director de la Banda Marcial del Estado desde 1896 hasta 1915, año en que su música fue oficializa­da como parte del Himno Nacional de Honduras, al mismo tiempo que su contrato era rescindido a causa de su enfermedad. Murió cinco años más tarde en San Salvador.

Pero gracias a él, a la intuición de un presidente general/ artista, y al talento y arrojo de un poeta veinteañer­o, Honduras tuvo, por primera vez, un Himno Nacional que, además de una obra artística preciosa, era un retrato histórico, poético y conmovedor.

Hoy, casi un siglo después de aquella gran tarea en beneficio del Estado y la nación, en el año del Bicentenar­io, la Comisión Nacional del Bicentenar­io de la Independen­cia realiza un simposio permanente sobre el sentido primigenio, el significad­o histórico y la enorme contribuci­ón del himno a la creación de un sentimient­o nacional, al forjamient­o de la hondureñid­ad, de aquello que llamamos amor patrio

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Manuel Bonilla es una especie de artista venido a militar grotesco: sabía música de violín y clarinete y, en general, tenía cierta debilidad por las artes.
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Primera página de la partitura original del Himno Nacional de Honduras.
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2. OFICIAL. En 1915 el gobierno de Alberto Membreño oficializó el poema “A Honduras”, de Augusto Constantin­o Coello, y la música de Carlos Härtling, como Himno Nacional de Honduras.
1. REPRESENTA­CIÓN. Desde la década de 1870, cuando el Estado inició una nueva forma de contacto con otras latitudes a través del comercio de ultramar, los gobiernos fueron necesitand­o nuevos símbolos y códigos que representa­ran el sentido de pertenenci­a, la nacionalid­ad y el orgullo patrio. 2. OFICIAL. En 1915 el gobierno de Alberto Membreño oficializó el poema “A Honduras”, de Augusto Constantin­o Coello, y la música de Carlos Härtling, como Himno Nacional de Honduras.
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RAFAEL COELLO RAMOS. En 1917, bajo decreto número 42, el gobierno de Francisco Bertrand ratificó la decisión de Alberto Membreño. Rafael Coello Ramos fue quien realizó los arreglos para la versión cantable que entonamos hasta hoy.

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