Trascendencia
Cuando uno o varios hombres primitivos pintaron animales y otras figuras en el techo de las cuevas de Altamira, seguramente querían dejar una huella de su existencia. Su acción se volvió anónima con el paso de las eras, hasta que fue descubierta por un cazador despistado en el siglo XIX. Con el paso de los años esta obra de autor desconocido se convirtió en una de las muestras más apreciadas de la pintura rupestre.
Los grandes reyes y emperadores de la antigüedad tenían similares aspiraciones, aunque con distintos métodos. Gozaban del poder y recursos para hacer que otros construyeran por ellos la evidencia de su paso por la tierra. Arcos conmemorativos de triunfos, catedrales que se elevan solemnes, palacios presuntuosos, edificios que rasgan los cielos de las grandes ciudades modernas, todos construidos desde sus cimientos con la misma intención: trascender su propio tiempo y alejar del olvido a sus promotores.
Igual ocurre con cada artista o creador: cuando rubrica su obra, lo hace con propósitos que van más allá de enfatizar su propiedad intelectual sobre el objeto suscrito. Si goza de talento y suerte, quizás disfrute en vida del éxito por el esfuerzo realizado y hasta de alguna fama.
Aunque se han citado ejemplos que van de la prehistoria hasta hoy, en la vida cotidiana encontramos también este deseo de trascendencia: el padre ufano que nombra a su hijo igual que él, como en su momento lo hiciera su propio padre o abuelo; un mentor que enseña a sus discípulos, aspirando repliquen sus logros pedagógicos; incluso el procaz que escribe un insulto en la pared del autobús, para escandalizar a otros, procede con ánimo de dejar su impronta (en la pared y en el ánimo de los demás).
Hoy, las grandes carreteras, los edificios públicos y toda obra civil elaborada con fondos estatales, suele ser provista de una placa inaugural develada con pompa. En ella —usted lo ha visto— se incluyen “para la posteridad” los nombres y apellidos de los funcionarios de las instituciones responsables de su desarrollo. Sin embargo, nunca vemos ni sabemos quiénes fueron los individuos involucrados en su verdadera ejecución (como tampoco sabemos quiénes hicieron realmente las pirámides egipcias, el arco de Trajano, la escalinata jeroglífica de Copán, el Empire State, entre otras).
Pensando en la injusticia de ello, me maravillé hace algunos años al percatarme que en la superficie de la firme loza de concreto de un edificio de la Universidad Nacional se podían leer los nombres de un grupo de albañiles integrado por “Salvador Peres, Neto Cáceres, Manuel Elvir, Rafael Márquez, Wilfredo Martines, Ricardo Amador, Luis Viera (Lucas), Manuel Ortega, Javier Martínez, Carlos Ávila, Don Joche, Toño Montoya y Arnulfo Salgado”, a mando del “supervisor general Braulio Trejo”. Fue un 8 de agosto de 1996 cuando dejaron constancia fehaciente de su participación en la tarea.
Ante este indudable deseo de trascendencia, confío de antemano en la venia de sus autores y la suya para hacerlo hoy de público conocimiento
El deseo de trascendencia: dejar una huella de su existencia”.