Hacer siempre lo bueno

Llovía aquella tarde calurosa en Bertoua, Camerún, y cuando llovía, mi padre, Michelet Cherenfant, se sentaba en su vieja silla de mimbre, en el corredor de techo de zinc, y nos contaba historias en la que siempre había un buen ejemplo a seguir. Esta es una de ellas. Caminaban por el campo un viejo sabio y un joven al que estaba educando; al pasar cerca de un sembradío de arroz vieron a lo lejos a un hombre que, inclinado sobre la tierra, cuidaba la cosecha. Cerca de un árbol había dejado las botas, un par de botas viejas, gastadas y rotas, tal vez el único par de zapatos que tenía. Al verlas, el muchacho se burló de ellas, y le dijo a su maestro: “Escondamos las botas de ese hombre para ver qué cara pone cuando vea que las ha perdido”. A lo que el maestro respondió: “Hijo, tú eres rico porque tu padre es rico, y heredarás una gran fortuna cuando él fallezca, y tal vez no tengas necesidad de trabajar nunca en tu vida. Ese hombre es muy pobre y trabaja duro bajo el sol y la lluvia para ganarse el sustento suyo y de su familia; por eso, en vez de esconderle las botas a ese pobre hombre, ¿por qué mejor no pones una moneda de oro en cada bota para ver qué reacción tiene?”. Lo hizo así el muchacho y, detrás de unos arbustos, esperaron a que el campesino saliera del campo. Cuando llegó al árbol se limpió los pies y se puso las botas, pero, al sentir que había algo en ellas se las quitó, las sacudió, y con sorpresa vio que caían al suelo dos monedas de oro. Las recogió, dio gracias a Dios de rodillas, y dijo: “Ahora voy a poder comprar comida para mi familia que tiene casi una semana sin comer. Gracias, Dios bendito”. “¿Ves —le dijo el maestro al muchacho— cómo es mil veces mejor hacer lo bueno que lo malo?”. El muchacho lloró de alegría por el bien que había hecho. Mi padre sonrió. Como siempre, nos predicaba con grandes ejemplos. La historia había terminado, pero con ella me enseñó a hacer siempre lo bueno.