¡Cuánta tristeza!
Desde la antigüedad al medioevo y más acá del Renacimiento el ser humano pensaba que nacía predestinado, y por lo mismo, como decisión ineluctable del cosmos, sentencia imposible de modificar. Pues veía al destino cual fuerza sobrenatural “que determina los acontecimientos que ocurrirán en la vida de la persona”.
En “Edipo rey”, que es parte de una bella trilogía de la tragedia clásica, afirma Sófocles, en boca de Edipo, que “las amarguras son especialmente penosas si se demuestran buscadas”, para más tarde repetir, a finales de la obra: “De todos los males los más dolorosos son los que se inflige uno mismo”.
Tenía que arrancar la época moderna para que las ciencias y la filosofía enseñaran al humano que al destino lo forja uno mismo sin, en absoluto, la intervención de fuerzas extrañas, no por lo menos con poder de cambio profundo. Nos influyen la luna y astros, desde luego, y variamos según los climas y vientos, pero el conocimiento contemporáneo avanzado muestra que, contando con inteligencia básica, nada externo nos define, y menos dios, idea explotadora a que por oficio se dedican las religiones. Epicuro enseña una síntesis de esa calidad de pensamiento: “¿Dioses? Tal vez los haya. Ni afirmo ni niego pues no lo sé ni tengo medios para saberlo. Pero sé, porque eso me lo enseña a diario la vida, que si existen no se ocupan ni preocupan de nosotros”. Lo que a su vez complementa Buda en nueve palabras: “El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional”.
La tragedia griega fue concebida para provocar en el espectador la catarsis, o sea, una liberación de pasiones y sentimientos que a su vez produce sensación de libertad plena y de pureza nacida cuando el individuo suelta esas emociones del nivel interior pues no le son sanas sino de disturbio.
Será quizás por eso que no
... uno debe practicar y enseñar a sus hijos dos grandes aforismos, pues ambos condensan todo: sea humilde y aprenda a controlar la ambición”.
experimento alegría —ni tristeza— porque se llevan enchachado al expresidente de la república ya que el destino personal que va a seguir ahora, y que él construyó, no me daña ni beneficia. Lo que experimento —sí, a pesar de todo el daño que causó— es lástima pero no por él sino por la lección que aprendo estudiando la biografía de hombres como él que son complemento temporal y espacial de la mía, al fin hemos vivido juntos en semejantes circunstancias vitales.
Y la primera conclusión que extraigo es que uno debe practicar y enseñar a sus hijos dos grandes aforismos, pues ambos condensan todo: sea humilde y aprenda a controlar la ambición. Por la primera virtud nos educamos para no sentirnos vanamente superiores a otros y menos a despreciarlos, humillarlos y explotarlos, y por la segunda edificamos límites al ansia y la desordenada imaginación.
Humildad no es, obvio, humillación ni sentirse menos que otros. Sofrenar la ambición es calcular, sabios, cuánta fuerza poseemos para lograr lo que queremos, o esperar si carecemos de ella. Controlar la ambición es moderar los apetitos pues, ¿para qué quiero un harem o serrallo con setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas, como Salomón en la Biblia? ¿O dos mil millones de dólares como el Chapo, hundido de por vida en una bartolina? Peor, obteniendo eso mientras hago daño y amargo a millones de compatriotas, merecedores igualmente de felicidad… Pensamientos sencillos de lunes