El último vuelo
El hombre tomó la Biblia, leyó un capítulo al azar: Eclesiastés 5, 10, el cual cita lo siguiente: “El que ama el dinero, no se saciará de dinero”, pero no entendió la parábola porque estaba perturbado por la soledad y el vacío. Luego, se sentó al borde de la cama templada y fría, y sobre un cuaderno escolar empezó a escribir una carta a su familia, pero no encontraba la palabra precisa para iniciar una despedida. Como siempre pasa, se acordó de las maneras que él tenía para redactar todas las leyes, la mismísima Constitución y sus agregados, pues sabía perfectamente acomodar cada letra en esos libros de códigos y derecho, quitar y poner puntos finales y léxicos, para cambiar la lingüística y la gramática a su conveniencia. Podía todo eso, pero no redactar una carta para su esposa e hijos, pues fue simple y se despidió. Firmó sin ganas y sin esfuerzo, así como lo hacía para sacudirse cualquier funcionario que le estorbara. Se calzó sus zapatos casi viejos y ya sin el poder de pisotear nada, se colocó su chaqueta azul, un tapabocas y salió con pasos queditos, como huyendo de su misma sombra.
Después, entraron sus carceleros, le tomaron sus manos como si fuera un juramento de cargo, y con las esposas en mano fue trasladado en helicóptero antes del mediodía a la base militar, cerca de Toncontín, donde esperó rodeado con decenas de policías acorazados de poder y autoridad casi infinita, desde donde torció su cabeza para ver surcar el cielo un pájaro libre, volando en el eterno celeste. De cerca ya no era un ave, sino un avión de la DEA para llevarlo a Fort Lauderdale y luego a Nueva York.
El hombre se encaminó con pasos milimétricamente medidos por una especie de entretenimiento bizarro, cercado por un batallón de agentes policiales y transmitido en vivo por la televisión y redes sociales. Era una pasarela de la implacable moda de la que “nadie está por encima de la ley”. Allí mismo fue entregado a un agente de los US Marshalls y luego a funcionarios de la DEA, quienes le ayudaron a subir unas gradas metálicas, como si fuera un veterano de alguna guerra que había perdido. Y era verdad, el avión despegó en el aeropuerto; se escuchaba la euforia de ciudadanos, como si despidieran a un hijo que va a Harvard; algunos automóviles ondeaban banderas rojas, blancas y azules desteñidas de otros usos. En los barrios más cercanos se escucharon fuegos artificiales; parecía una Navidad en abril.
Atrás quedaba la meseta ahuecada de Tegucigalpa, desde la pequeña ventanilla del avión, el hombre fuerte que ya no era más que un prisionero que miraba con una nostalgia de emperador desahuciado las casitas miserables que con sus políticas de abandono y corrupción había heredado a esas gentes que parecían hormigas hundidas en los tugurios marginales, los barrancos de basura. Quiso sonreír, pero se dio cuenta que no tenía con quien hacerlo, ya no estaba con sus peones arrastrados que le decían que la economía era la mejor de América Latina, que la seguridad estaba controlada, que los pobres solo eran un poema de Sosa, que el narcotráfico solo cabía en la cabeza de los periodistas gringos, que él era el hombre respetado y querido por el pueblo. Se sintió atravesado por un extraño frío que sacudió su cuerpo, y se dio cuenta de que su alma ya solo era un espectro pálido, sin aliento y abatido por algo que le cruzaba su pecho, pero no era la banda presidencial, sino un dolor que le estrujaba el destino para siempre
... y salió con pasos queditos...”.