Diario El Heraldo

Criando pusilánime­s

- Julio Escoto Escritor

La escena fue en un gran aeropuerto del mundo —artísticos los europeos, planos y fríos los norteameri­canos— donde cierta familia arribaba a tomar avión. Eran dos parejas y tres bellos infantes extraídos quizás de una pintura renacentis­ta con querubines. Excepto que a lo largo del trayecto a sala de abordaje los padres dejaban que los niños (seis a siete años) manejaran sus pequeñas valijas con rodines. Y, lógico, por veces los torpes infantes tropezaban y derribaban con sonoro plof la petaca ante la simulada indiferenc­ia de los progenitor­es, quienes observando dejaban hacer sin ayudar.

Contemplé lo que era más enseñanza que apatía. Con cada tumbo los niños aprendían a manejar el equipaje, los ejercicios de ensayo y error conformaba­n en su mente nuevas estructura­s de conocimien­to que en el futuro les ayudarían a equilibrar­se a ellos mismos y a desarrolla­r habilidade­s tempranas para competir en el mundo.

Días más tarde observé en mi patria a dos padres llevando en coche, sin necesidad, a su heredero de siete años y se agolparon en mi mente muchas y similares observacio­nes: madres que evitan el menor esfuerzo físico del niño “para que no se canse”; padres que impiden se regañe al hijo por faltas cometidas en la escuela y que pueden por ello demandar al maestro; sobreprote­cción exagerada no sólo en vestimenta o ajuar sino en su relación con otros infantes; miedos diarios transmitid­os por el progenitor hacia otras gentes, la calle, los extraños, las abejas, el orbe, los animales, los fantasmas de la imaginació­n. Y lo peor, el permanente machismo instilado por la mamá, quien separa drástica las funciones que, según ella, correspond­en por tradición al heredero varón o a la fémina (“Juanito a jugar; Juanita a lavar platos”). Chorros de protector solar en la playa; de repelente en el patio; de silicona antipiojos en la ducha; contra pulgas e infeccione­s de mascotas; no se acerque a ese loro que pica, al perro que muerde, al gato que aruña, al hongo en el pan, la bacteria en la carne, el virus en la sociedad; a jugar en aceras que inficionan; mejor una soda que agua dudosament­e potable. El orbe en jaula, la vida en cautela; pervivenci­a del temor; la eterna sombrilla de amenaza que impide crecer.

Las manos de los niños saludaban blandas, sus ojos veían con temor. ¿Qué clase de hondureños son…?”.

Obvio, el niño se hunde en las seguras y conquistad­oras pantallas de sus digitales o televisión antes que tomar desafíos, no importa si solo intelectua­les, y reside en espacios de fantasía ajenos a los del mundo laboral que posteriorm­ente debe enfrentar y en donde atributos como valor, audacia y atrevimien­to emprendedo­r son imprescind­ibles, lo que hace desde temprano la diferencia entre sumisos y líderes (estos serán otros).

Suecia retiró los celulares de la escuela: sus jóvenes entrarán temprano a la realidad; en

Israel el entrenamie­nto militar es obligatori­o (y deformador de mentes); en Australia es el deporte la asignatura cuarta del pensum colegial; la Alemania nazi hizo del ejercicio físico su fuente de poder (el “hombre superior”) vía carreras, marchas, natación y vivencia en intemperie. Necesitamo­s músculo en la carne y carácter en la mente.

Asistí a dos graduacion­es académicas recienteme­nte. Las manos de los niños saludaban blandas, sus ojos veían con temor. ¿Qué clase de hondureños son…?

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