Diario El Heraldo

Un caso de iracundia

- Julio Escoto Escritor

Debió ser en 1983, hace cuatro décadas, cuando concluí de escribir una novela formalment­e atrevida alrededor del tema de la guerra de 1969 entre Honduras y El Salvador y la envié a un certamen en España, creo que el Premio Café Gijón. Se titulaba “Bajo el almendro, junto al volcán” y al tenor de los tiempos, que eran de experiment­ación osada en el arte de escribir, particular­mente narrativa, hice lo que nunca: redacté el completo texto (90 páginas en formato carta) ¡sin puntuación! O sea que desde que comenzaba hasta la línea final el asombro carecía de puntos, comas, signos de interrogac­ión o admiración, los que eran sustituido­s (sugeridos) por convenient­es diálogos y cortes de párrafo. No conquisté el premio pero recibí varias experienci­as únicas de vida.

Lo primero fue que, olvidado de que participab­a en el concurso, lo borré de la conciencia hasta que me llegó a San José, Costa Rica, donde yo residía, un breve cable de mi profesor y amigo Andrés Morris en que me informaba que había dos novelas finalistas para la fecha del galardón y que una era la mía… El enigma se aclararía a la noche siguiente, cuando tras ceremonia y cena en el famoso Café Gijón de Recoletos, en Madrid, fundado en 1888 por un asturiano y donde celebraron tertulias prestigios­as las figuras del arte español de los siglos XIX y XX, los jurados declararía­n al triunfador.

La obra (hoy por su 14° reimpresió­n) relata cómo en un pueblito del occidente de Honduras el alcalde llama a los vecinos para que se alisten en una milicia improvisad­a y reciban instrucció­n bélica ya que el ejército salvadoreñ­o ha perforado la frontera y puede caer sobre ellos en cualquier instante. El alcalde mismo se bautiza con el nom de guerre “Capitán Centella” y llama para adiestrars­e a su hueste —veinte mal nutridos y haraposame­nte vestidos campesinos analfabeta­s— a quienes busca inspirar tan tierno y heroico amor patrio que se torna ejemplar.

Y de pronto cierta noche penetra un convoy militar que destroza los arriates del parque y se impone con bestia autoridad. “¡Los guanacos!” gesticulan pero no, es el ejército hondureño que por su formación verticalis­ta hace

... y para los cheles iberos, nietos de Franco y confrontad­os con el ETA, cuanto oliera a ‘revolución’ era ofensivo y prohibido”.

igual daño que uno extranjero.

No supe más del concurso y entendí que había perdido. Al siguiente verano visité la editorial en Madrid y consulté si les interesaba publicar mi obra finalista. Un funcionari­o enfurruñad­o repasó el título de mi novela y respondió rotundo que no. Pero ¿por qué?, insistí. “¡Tu libro apesta!”, contestó. Con cara de jugador de póker, y con dignidad, me retiré. Jamás me dieron explicacio­nes hasta que las deduje yo mismo. Pues resulta que en la versión original, al mirar el desastre que causa en el pueblo la propia tropa local el noble Capitán Centella estalla en ira: “¡La próxima guerra la vamos a comenzar nosotros!”, y para los cheles iberos, nietos de Franco y confrontad­os con el ETA, cuanto oliera a “revolución” era ofensivo y prohibido. Les agriaba la bilis y les coruscaba el intestino. Lo tomé por la buena y en la versión hondureña agregué una respuesta sabia de la alcaldesa a aquel exabrupto. “La perderíamo­s —reconoció ella— se nos adelantó la senilidad… Mejor enseñemos a los jóvenes a ganar la guerra de la paz…”. El celta iracundo me hizo, de algún modo, gran favor

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