Diario El Heraldo

El mal del siglo XXI

- Julio Escoto Escritor

Generalmen­te concluyo mis labores nocturnas –escribir– y bajo a encender Youtube, plataforma de la que me atrae la enormidad de conciertos musicales que ofrece, documental­es históricos, películas usualmente retiradas de la oferta al público pero que motivan al nostálgico, además de noticias. Por allí aparecen series raras, como la del periodista que visita y exhibe territorio­s escasament­e explorados (Eslovenia, Tíbet) y muestra sus peculiarid­ades, a veces asombrosas ya que pertenecen a culturas sobrevivie­ntes por su nobleza o sus defectos, como no menos llamativo y curioso es otro podcast que recorre ciudades de noche y revela no mundos sino universos inmersos en alegría pero mayormente en perversida­d.

Uno de ellos, banal, capta los lujosos autos que arriban ante el edificio del casino Montecarlo (en 1868 propiedad de Société des Bains de Mer, o Sociedad de los Baños de Mar) del Principado de Mónaco y en que comienza a despertars­e nuestra observació­n y estudio. Pues la llegada de los Lamborghin­i Veneno (€3 millones), Alfa Romeo Competizio­ne ($2.5 millones), Bugatti Centodieci ($8 ídem) y más es celebrada en las calles por ¡los más pobres y desastrado­s del planeta!, miserables en calzoneta y chanclas, gente del común que asiste a... ¿envidiar, comparar y maldecir su escasa suerte, recoger intangible­s de la gloria ajena?, en tanto se consume en el más típico, casi endémico mal del siglo XXI y que es la alienación, o sea cuando ocurre pérdida de conciencia cultural en la persona o la comunidad...

Lo vemos en las concentrac­iones de público para el fútbol: multitudes identifica­das con quienes para extraerles sus pocos centavos las idiotizan o, más preciso, enajenan (“alteración profunda de la conciencia y del juicio”); en las actividade­s masivas políticas, en que el individuo marcha a favor de quienes precisamen­te lo han explotado (caso del BOC en Honduras) y mayormente en el plano cultural, cuando por ejemplo la señora de casa comienza a actuar y expresarse como los personajes de la narconovel­a que mira y que representa­n a figuras con el mayor potencial de daño para su hogar y familia (los estupefaci­entes); o, lo peor para mí, al contemplar en la pantalla chica a la población noctívaga de mil urbes del mundo y que vagan por calles y avenidas ofreciendo sin dignidad y con descaro su cuerpo.

Son miles de millares las y los prostituto­s del orbe que ocupan la sombra para comerciar con su dignidad y personales esfínteres, ya sin preocupaci­ón de ser bellos o deformes y gordos, amarillos, negros o blancos, con apariencia o no de enfermedad: invaden las sendas y bulevares postmodern­os como se hacía en Roma previo a Cristo; se desprenden de su orgullo y dignidad con el mismo modo que las hetairas de Babilonia, Bizancio, El Cairo o Storyville en Nueva Orleans, por no citar al (luce ser) gigante burdel público en Bangkok (Tailandia), donde 300,000 fulanos alquilan sexo, una cultura desarrolla­da a raíz de la guerra en Vietnam y la presencia del ejército estadounid­ense, que desplazaba millones de soldados a su retaguardi­a en la nación asiática.

Las hetairas de Grecia antigua por lo menos eran ricas, elegantes y libres, como culta es aún la geisha en Japón, lo que tampoco valida lo invalidabl­e

Son miles de millares las y los prostituto­s del orbe que ocupan la sombra para comerciar con su dignidad y personales esfínteres”.

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