Diario El Heraldo

El mejor café

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sin que su profundo conocimien­to sobre la enología nuble su sentido común. Tan famoso en lo suyo como cualquier deportista de élite, rescata las bondades del buen libar e insiste que el gusto personal debe privilegia­rse sobre la opinión general: no es que no haya malos vinos, sino que la mayoría son bastante buenos, incluso los baratos; es por ello que recomienda dejarse llevar por el placer del sentido del gusto y el olfato, por encima de poses y discursos (luce como “corrección política” sino ¿para qué hay enólogos?).

Quienes catan café, quizás no estén tan de acuerdo con una frase similar: “El mejor café es aquel que más nos gusta”. Los amantes de esta bebida sabemos bien que la perfecta combinació­n de cuerpo, acidez y amargor, aroma, color, textura, crema, que se complement­an con otras caracterís­ticas como tueste, tipo de planta de café y lugar de origen, nos regalarán una taza única y especial. Ya sea un Blue Mountain, un Kenia AA, un Kopi Luwak (sí, el carísimo aromático asiático que antes ha digerido y expulsado una civeta) o un Geisha de Finca La Salsa, en Las Vegas, Santa Bárbara, ganador de la taza de excelencia, el sentimient­o de extasío no lo produce cualquier cosa.

Pero a veces —y no siempre contadas veces— “el mejor café” lo es, no por su calidad, sino por la historia que lo abraza. Así le ocurrió a una buena amiga que recibió una invitación de un conocido “para tomarse un cafecito” en el centro de nuestra vieja capital. Después de una larga jornada universita­ria, la tarde era perfecta para degustar un aromático y nuestra protagonis­ta aceptó gustosa la oferta. Imaginándo­se en el antiguo Marbella o El Café de Pie, caminó con su acompañant­e, saboreando en la mente y por anticipado el tibio líquido. Pero su anfitrión debía cumplir con una obligación antes de complacerl­a, así que ingresaron al antiguo local de una conocida funeraria. Respetuosa, la invitada le acompañó en su triste circunstan­cia de ofrecer pésame a los dolientes, lo cual este hizo contrito y cariaconte­cido. Sólo restaba retirarse del lugar, cuando ella vio que su camarada le hacía señas desde el otro extremo de la capilla ardiente. Ella se acercó y él la tomó de la mano, llevándola a una pequeña sala donde un hombre de corbatín, ceremonios­o, portaba una charola… Llena de tacitas y platitos. “¡Te convido a un café!” le dijo su amigo, mientras le guiñaba un ojo cómplice.

“Contuve la risa todo el tiempo, Miguel, por respeto al difunto. Me tomé dos tazas y te juro que ese ha sido el mejor café que me he tomado”, agregó, con sonrisa de oreja a oreja.

Y la verdad yo, cafetero irredento, no pude contradeci­rla

El mejor café es aquel que más nos gusta”.

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