Apantallados
Hemossucumbido alatentaciónde convertirlas pantallasen objetosdeculto
No sabía si titular está columna “apantallados” o “empantallados”, porque quiero hacer referencia a ese nuevo vicio universal que consiste en encorvarse, olvidarse del entorno y sumergirse en cualquiera de las distintas pantallas que hoy nos mantienen absortos, aislados, dándole permanentemente la espalda a los demás. Si hace ya varias décadas más de un sociólogo llamó a la televisión la “caja idiotizante”, más adjetivos deben ocurrírsenos para catalogar a tantos aparatos que se han introducido en la cultura y en la convivencia contemporáneas y, no obstante su indiscutible utilidad, están generando una auténtica inflexión en las costumbres y en las relaciones interpersonales. Hasta hace muy poco cuando un individuo recién se incorporaba del lecho solía mirarse en el espejo y así comenzaba su rutina diaria. Hoy no, lo primero que procuramos ver es el celular, y no solo para ver la hora sino para revisar todos los medios de información y de intercambio de datos que hemos instalado en él. Luego, a lo largo del día, aunque hay ya datos científicos al respecto, pero que no voy a dar porque no es este el fin de esta columna, dirigimos hacia él cientos, miles de veces la mirada con una devoción enfermiza como que si de lo que puede decirnos dependiera nuestra misma existencia. Así, hemos perdido el hábito de mirarnos a los ojos, y no digamos de mirar el cielo. Da tristeza ver a una “familia”, que ha salido a comer para propiciar espacios de comunicación, distanciada por los aparatos y, a cada uno de sus miembros, padres incluidos, sumergidos de cabeza en sus pantallas, ignorando olímpicamente a sus supuestos interlocutores y echando a perder una oportunidad de oro para conocerse, intercambiar impresiones y, de esa manera, comportarse como la comunidad humana que se supone que es. Así como antes también se dijo que había personas que no hacían más que concentrarse en su pro- pio ombligo, porque los demás les resultaban “invisibles”, ahora parece que se ha vuelto conducta universal darle mucha más importancia a las pantallas que a los congéneres, no importa sean la esposa, la madre o los hijos. Yo no soy, ni nunca he sido, un nostálgico; tampoco soy de los que piensan que todo tiempo pasado fue mejor. El desarrollo tecnológico es algo maravilloso, también porque ha multiplicado las posibilidades comunicativas y ha eliminado las distancias como jamás nos hubiéramos imaginado. Pero hemos sucumbido a la tentación de convertir las pantallas en objetos de culto y las hemos entronizado y valorado desproporcionadamente. Ahora que están entre nosotros y nos resultan tan útiles, si no queremos que se conviertan en obstáculos para la comunicación, disciplinémonos y aprendamos a apagarlas o ponerlas a un lado cada vez que sea necesario. Nuestra familia lo agradecerá.