La generación ‘selfie’
Uno de los rasgos peculiares de la cultura contemporánea es la glorificación del egoísmo. La sana conciencia del autorrespeto y de la aún más importante dignidad de la persona ha devenido en una exacerbación de los derechos individuales y casi en una negación de la existencia del prójimo. Nuestros hijos han crecido con una idea como música de fondo: tengo derecho a que se me respete, tengo derecho a que se me proteja, tengo derecho a exigir bienestar, todo se me debe y vean ustedes cómo lo obtienen. Así hemos procreado pequeños monstruos que no aceptan un no como respuesta y que son capaces de asesinar a sus propios padres si estos no satisfacen sus caprichos. Esto explica en parte la cantidad de matrimonios rotos. Una relación que presupone entrega y sacrificio se torna imposible cuando se juntaban dos egoís- mos. Cuando ceder la propia opinión se considera un acto de despersonalización y cobardía, la convivencia cotidiana se vuelve una aspiración poco más que ilusoria. Las autofotos, más conocidas por su anglicismo “selfie”, son, de alguna manera, una expresión más de esta cultura que pregona la superioridad del yo y que hace pensar a las personas que son el centro del universo y que, por tanto, los demás deben girar a su alrededor. La egoestima, y no autoestima, que subyace debajo de una selfie es notoria, es evidente. Los medios nos informan con frecuencia de los riesgos mortales que algunos han corrido para autorretratarse o de la falta de sensibilidad de otros, que se han tomado una autofoto usando como paisaje de fondo el sufrimiento ajeno: un barco a medio zozobrar, las cámaras de gas de Auswitch o una mujer en proceso de dar a luz. Hay selfies que denotan vanidades enfermizas, total ausencia de pudor o deseo de hacer ver a los demás cuanto se tiene o qué privilegios de detentan. Es obvio que hacerse un autorretrato no es un delito. Gracias a ellos hemos conocido cómo lucían Van Gogh o Velásquez. La dificultad está ahora en el contexto. Cuando un muchacho, cuando una muchacha, se convierte en su propia musa, algo no anda bien. Narciso, el mítico personaje de la Grecia antigua, habría sido feliz con una cámara y su respectivo “palito” (léase stick). Y ya sabemos cómo terminó la historia: el pobre hombre ahogado, vuelto una perecedera flor y su nombre convertido en sinónimo de una vanidad hueca, estúpida y ridícula. Que no nos extrañe, pues, lo difícil que le resulta salir de sí misma a esta generación selfie.
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