Reflexiones sobre la docencia
Es el conocimiento de sus estudiantes lo que hace que un profesor adquiera el cariño y la apertura necesaria para que ellos devuelvan con la misma moneda el esfuerzo que comporta la convivencia en un espacio de aprendizaje mutuo. El docente necesita aprender a mostrarse como un ser de carne y hueso, con virtudes y defectos. Pero sobre todo su gran deseo, real, de ser mejor. Hasta que se descubre esto, se puede decir que se genera la confianza y la actitud necesaria para descifrar cómo hacer llegar unos aprendizajes útiles para la vida. Se podría decir que este es el momento de enseñar un “como”. Existe una tercera etapa en la que se descubre que las mejores lecciones no estriban en lo que se dice o se hace en un espacio educativo. En este momento del “por qué” se llega al descubrimiento que el docente incide más profundamente en la vida de sus discentes con el compromiso autoimpuesto de la coherencia de vida. Tal vez por eso, es que todos los buenos profesores que conoz- co, que gracias a Dios son muchos, nunca se consideran como tales. Me surge de forma natural la desconfianza cuando veo que el primer día de clases, alguien se presenta como un profesor espectacular. Sencillamente porque cada nuevo período es una nueva aventura, y llegar a buen puerto depende de cómo ese docente logra esa “química” que consigue infundir en sus estudiantes la pasión inexplicable por la clase. San Josemaría Escrivá decía que la virtud más necesaria en el profesor es la humildad. La humildad de no ser protagonista, de saber hacer y desaparecer para que cada estudiante brille con luz propia. La humildad para saber contemplar con alegría que sus estudiantes son cada día mejores personas. Y como la falta de humildad de creerse algo está a la vuelta de la esquina, hace falta de parte del maestro desaprender y rectificar con frecuencia todas las actitudes y acciones que le apartan de los demás. Y en cambio, aprender a ayudar a sus estudiantes a alcanzar el bien y la verdad. JUAN CARLOS OYUELA