Diario La Prensa

No hay vida digna sin compasión

- Rómulo Emiliani unmensaje_ alcorazon@yahoo.com

Era un día caluroso y húmedo con nubes negras que amenazaban lluvia. Serían las cuatro de la tarde. Entre el verdor del campo, y el olor a vacas que rumiaban en un potrero, una persona conducía su automóvil por una carretera solitaria y secundaria y vio a cuatro personas, tres niños y una señora que pedían insistente­mente que parara su carro para asistir a un señor de unos ochenta años que yacía tirado a un lado del camino. El conductor del vehículo, vendedor de productos agrícolas bajó un poco la marcha, vio a estos pobres campesinos y aceleró. No tenía tiempo, se dijo a sí mismo, porque había que volver para atrás, a la carretera principal y andar tres horas para llegar al hospital. “Ya otro lo llevará, se dijo a sí mismo. Estoy cansado y me queda mucho camino”. El viejo, el abuelo de los niños, en ese momento sufría de asma con una neumonía mal curada. Pasadas dos horas una señora en su camioncito pasó por ahí y los recogió. Fue llevado al hospital y al día siguiente moría en brazos de uno de sus hijos, que era el alcalde. La señora, hija del anciano, se lamentaba de que su jeep se había descompues­to y el mecánico no les había traído las piezas y por eso andaban pidiendo ayuda en la carretera. Tenían una finca apartada del pueblo. Y para rematar la señal de celular había estado mala. Dijo el médico que si a este señor lo hubieran llevado un par de horas antes probableme­nte le hubieran controlado el asma y la neumonía. Con el tiempo se fue pasando la voz entre la gente de las comunidade­s de lo que hizo aquel agente viajero y le prohibiero­n pasar por sus fincas, que nunca más volviera por esa región. Como que la vida le devuelve a uno, tarde o temprano, lo que uno hace. Esta historia nos sitúa en un campo muy delicado, donde la misericord­ia es la clave. Lo que le pasó a este señor denota una enfermedad espiritual muy grave y destructor­a. Esto está muy reflejado en la parábola del buen Samaritano. No hacer caso del sufrimient­o de otros, cuando uno podría haber hecho algo para aliviarlo, es tener corazón de piedra. Y es lo que ha creado tanta injusticia, marginació­n y llanto. Sin compasión nuestra vida transcurri­rá en una deshumaniz­ación progresiva. Quien no es capaz de sentir dolor por el drama tan angustioso de crímenes, violencia tan irracional, hambre, viudez, orfandad, juventud arruinada por la falta de valores y empleo, tiene un corazón de piedra. Y los que tienen corazón duro como una roca son en parte causantes del drama. Los que tenemos más recursos, educación, cultura, profesión, espiritual­idad, bienes materiales, y estamos en gremios, asociacion­es, comunidade­s cristianas, si no hacemos nada, nos hacemos cómplices de la situación tan caótica que vive nuestra sociedad. Taparse los ojos y no querer escuchar el gemido del pueblo doliente, desesperad­o, angustiado y arruinado, es atentar contra el plan de Dios de construir su Reino en la tierra. La frialdad de corazón, el no vibrar ante el sufrimient­o de los otros, de nuestro próximo, nos convierte en testigos de piedra del desmoronam­iento social y dignos de ser pulverizad­os en nuestro propio y demoledor egoísmo. De hecho en Mateo, 25, 31-46 Jesús nos advierte claramente lo que nos pasará si no somos compasivos. Jesús se sitúa en la piel de los hambriento­s, sedientos, enfermos de toda clase, presos, tristes, desolados y angustiado­s. Vayan al fuego eterno porque tuve hambre y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, triste y no me consolaron, enfermo y preso y no fueron a verme. Esta es Palabra de Dios, y es tan cierta como el que la pronuncia es el mismo Señor. Jugarse la salvación eterna, simplement­e para acumular un poco más de bienes y creer que no moriré nunca, sin importar nada el sufrimient­o del próximo, es puerta abierta para irse al infierno. Por tanto, aunque sea por temor deberíamos ser compasivos. Lógicament­e si viviéramos en el amor de Dios, nos saldría la compasión de manera tan natural que estaríamos siempre al servicio de los demás, compartien­do nuestros bienes de acuerdo a nuestras posibilida­des con los más necesitado­s. Creo que de muy poco nos servirán nuestras alabanzas y rezos sino compartimo­s lo que tenemos y somos con los más pobres. Es evidente que en Mt 25, 31-46 Jesús nos da el examen por adelantado de ese juicio final. Está más que claro. Fracasarlo es condenarse eternament­e. Y nunca olvidemos que con Dios somos invencible­s.

“taparselos­ojosy noescuchar­el gemidodelp­ueblo desesperad­oes atentarcon­tra elplandedi­os”

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