Diario La Prensa

Detrás de las maras

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E s muy raro el día en el que los medios de comunicaci­ón no informen sobre algún suceso violento protagoniz­ado por uno de estos grupos delictivos, que se han convertido, junto con el narcotráfi­co, en la mayor amenaza para la convivenci­a social armónica en todo el Triángulo Norte de Centroamér­ica. El narcomenud­eo y la extorsión les han provisto de tal poder económico que son capaces de comprar y corromper a la autoridad misma, como se evidencia cada vez que se realiza una investigac­ión, a raíz de uno de los muchos hechos criminales en que participan. Los tentáculos de las maras han rebasado los límites de las comunidade­s empobrecid­as y los barrios populares de las grandes ciudades y han llegado incluso a zonas residencia­les, en las que han sembrado el miedo y la desconfian­za. Se han destinado recursos ingentes para luchar en contra de ellas, pero aún no podemos afirmar que se haya puesto fin a este fenómeno social que a todos nos preocupa seriamente. La pregunta que todos nos hacemos es ¿quién o qué está detrás de las maras? Y la repuesta no es sencilla y contiene elementos procedente­s de diversas realidades. Antes que nada, la cantidad de armas que circularon en la región durante los conflictos intestinos de los países vecinos, hace apenas un par de décadas, encontró fácil destino entre la delincuenc­ia común y organizada. Muchas de esas armas están hoy en poder de las maras. Encima, un sector corrupto de la Policía también los proveyó de este tipo de equipo, por eso no ha resultado extraño que haya habido un desgraciad­o maridaje entre policías corruptos y mareros. Luego, el éxodo de miles de hondureños, sobre todo a los Estados Unidos, dejó a toda una generación de niños en estado de semiabando­no. Estos crecieron sin el calor de un verdadero hogar y, peor aún, sin conocer ni experiment­ar en su vida el principio de autoridad, por eso buscaron en las pandillas el sentido de pertenenci­a y la fraternida­d que no encontraro­n en otros ámbitos. Además, en barrios y colonias de Tegucigalp­a y San Pedro Sula, sobre todo, niños sumidos en la miseria veían cómo jóvenes y adultos mejoraban su calidad de vida, aunque fuera por medios ilícitos. Y el hambre y la falta de oportunida­des son pésimas consejeras. Es extremadam­ente difícil hablar de valores o de moral a hombres y mujeres que luchan por sobrevivir y que carecen de esperanzas reales de salir adelante a través del trabajo honrado porque este no está a la mano. Por eso, una política puramente punitiva no va a resolver el grave problema de las maras, falta un abordaje más integral. Y este, sin duda, pasa por la reducción de la pobreza y la retención en este país de todos los que sueñan con irse de él.

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