Diario La Prensa

El maestro

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Chesterton decía que para enseñarle latín a Pedrito, el profesor debía saber latín, pero principalm­ente querer a Pedrito. Cuántas veces constato en el día a día esta sabia observació­n de ese escritor inglés. Echo una mirada atrás sobre un período de clases que termina e intento sacar algunas lecciones útiles para mí y tal vez para algún docente desorienta­do y cansado del rigor que implica pararse frente a un grupo de estudiante­s. Con el lente de aumento brindado por una segunda incursión por las aulas universita­rias, con los ojos que dan la dedicación por varios años a la ciencia y al arte de la educación, contemplo la importanci­a de la cercanía de parte de los maestros para intentar llevar con éxito el proceso de enseñanza-aprendizaj­e en un aula de clases. Por contraste vienen a mi memoria algunos antiejempl­os de seudomaest­ros que intentan ejercer esa noble profesión, que está en el corazón del desarrollo de una sociedad, desde posturas rígidas, inflexi- bles, infladas del afán de figurar. En una primera etapa reconozco que considerab­a la importanci­a de preparar lo mejor que podía la lección para los alumnos. En mi ingenua inexperien­cia ponía la centralida­d del proceso en mi persona y pensaba que la diferencia entre un buen o un mal docente estaba en el dominio que este tenía sobre la materia. Sin duda, los contenidos son importante­s, desde luego, pero no lograba ver el principal rol que juega un maestro en un espacio educativo. Ahora que los contenidos están a la distancia de un clic queda más patente lo equivocado que estaba. Este sería el estadio del “qué”. La reflexión y el aprendizaj­e constante que realiza el maestro sobre su propia labor es tal vez una de las mejores lecciones aprendidas en estos años. Más que en decir, un buen maestro es el que aprende a ver y a escuchar con interés las lecciones que le dan sus alumnos. JUAN CARLOS OYUELA

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