Aspirar a la integridad
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Es común observar que muchas organizaciones humanas incluyen en su declaración de valores la integridad como uno de los principios que rigen su actividad. Bancos, instituciones educativas, empresas de servicios, etc. muestran de diversas maneras su aspiración a vivir este valor. La integridad es tal vez el valor más importante, ya que su posesión implica vivir una serie de ellos. De hecho, cuando se habla de valores morales suele encabezar el elenco o se presenta como el resumen de todos los demás. Y es que íntegro procede, etimológicamente, del latín “integer”, que en español se traduce como “entero”. Es decir, cuando se dice que un hombre o una mujer son íntegros es porque poseen personalidades enteras, compactas, macizas, sin fisuras. Es íntegro el que practica una conducta rectilínea, el hombre que no actúa según las circunstancias o según las personas delante de las cuales se mueva; es íntegra la mujer que mantiene sus convicciones aunque el ambiente no le sea favorable o le reporten alguna desventaja social o profesional. Carece de integridad el camaleón, el acomodaticio, el pancista, el que baila según el son que le toquen, el que con el subordinado es un tigre y con el superior un ronroneante gatito. No es íntegro el oportunista, el que cambia de partido de acuerdo con los vaivenes de la política, el desteñido, el que es capaz de transar con el mismo demonio si eso le trae alguna ventaja. Una persona, una organización humana, una empresa que se declare íntegra es porque aspira a que sus acciones permanezcan en el tiempo, porque desea dejar una huella diáfana en el transcurrir de los años, es porque espera inspirar confianza en la gente con la que interactúa. En estos tiempos de componendas, traiciones, poliedrismos morales, falta de memoria histórica y de desvergüenza sin medida, la integridad es una exigencia personal y colectiva. Así como está claro que son los valores los que brindan cimientos firmes a las relaciones entre los individuos y las colectividades, también está claro que su ausencia imposibilita la convivencia armónica. No se puede trabajar ni convivir en otros contextos con gente desleal, deshonesta, perezosa o antipática, con gente que carece de los valores más elementales. No es factible lograr la excelencia individual o colectiva sin aspirar a la integridad. Una conducta que refleje integridad debe mostrar, para comenzar, una jerarquía de valores en la que los morales ocupen su cúspide. Una conducta íntegra exige la práctica de unos hábitos éticos, de unas virtudes humanas, que encarnen y vuelvan palpables los valores. La fortaleza para luchar diariamente por ser virtuoso procede, justamente, de nuestra aspiración a la integridad.