Amores maduros
Porque la piel se arruga y el vigor se pierde, hay, quizás, demasiada gente que le tiene miedo a envejecer. Por eso algunos gastan cantidades inimaginables de dinero en cremas y ungüentos rejuvenecedores, cuyos fabricantes aseguran que mantienen la piel tersa y elástica como la de un niño de pecho; otros se someten al riesgo del bisturí, del que se obtienen resultados no siempre satisfactorios y con el peligro de que ni Dios los reconozca el día en que les toque presentarse a rendir cuentas. Igual, la Ley de Gravedad no perdona, y, al final, todo cae por su propio peso. El paso de los años es inevitable, la memoria se encarga de recordárnoslo. Con el transcurrir del tiempo nos damos cuenta de que nos convertimos en coleccionistas de recuerdos, que conservamos una retahíla de rostros, nombres, anécdotas y todo tipo de información no siempre útil ni necesaria. Ya decía Teresa de Ávila, la gran poeta del siglo XVI, que la memoria era como una loca, que atesora trapos de colores y desperdicia la comida. Entre los nombres y los rostros que conservamos, algunos significan mucho, los de los padres, por ejemplo; están también los de los amigos de la infancia o los de los amores de la adolescencia. Estos últimos, los de los amigos y los jóvenes amores, sirven, sobre todo, para terminar de convencernos que el hecho de medir el tiempo en décadas es porque la infancia y la adolescencia no se superaron ayer. Pero hay un ámbito vital en el que el paso de los años contrae grandes ventajas: la relación conyugal. Cuando se ha trabajado por ella y se han puesto los medios para que dure “hasta que la muerte nos separe”, cuando envejecer juntos es un objetivo claramente definido e inteligentemente perseguido, el tiempo se encarga de hacer madurar el amor hasta volverlo, sin duda, como el buen vino: con cuerpo, matices y sabores inigualables. Evidentemente, esos amores maduros, curtidos por alegrías y tristezas, matizados por victorias y derrotas, exigen trabajo laborioso, renuncias sin cuento y notables sacrificios. Pero, justamente, de eso se trata el amor. Lo otro: la pasión voluptuosa, la taquicardia efervescente, la emoción transitoria, por el hecho de no ser permanentes, no son medida exacta del auténtico afecto conyugal. La ventaja del verdadero amor esponsal es que supera la prueba del tiempo. Cierta parsimonia invade los cuerpos, achaques desconocidos asaltan cuando menos se espera, nuevas manías buscan instalarse, pero, por encima de todo prevalece la decisión de amar, de contemplarse con admiración y respeto, de estar unidos mientras el físico resista.
“AmoresmAduros, curtidospor AlegríAsy tristezAs, exigen trAbAjos lAboriosos ynotAbles sAcrificios”