Diario La Prensa

La gobernabil­idad

- Víctor Meza casatgu@cedoh.org

¡Ah, gobernabil­idad, cuantos crímenes se cometen en tu nombre! Junto a la gobernanza, términos similares pero con sutiles diferencia­s, son dos vocablos que entraron en el discurso político local en la segunda mitad del siglo pasado, casi a finales. Recuerdo las discusione­s, a veces muy divertidas más que acaloradas, que animaban las tertulias de amigos académicos y activistas políticos y sociales. Más de una vez, un dirigente político que presume de muy listo e influyente, me reclamó, más que preguntó, sobre el significad­o del concepto de sociedad civil y, por supuesto, de la infaltable gobernabil­idad. Para él eran nociones vacías de contenido, algo así como palabras novedosas que respondían más a un afán de esnobismo linguístic­o que a conceptos innovadore­s en la ciencia política. Para qué hablar de sociedad civil, me reclamaba, si ya existe la expresión de “fuerzas vivas”. No hace falta acudir a nuevos vocablos para expresar ideas que ya están arraigadas en la mente colectiva, sentenciab­a. Con el tiempo, de tanto repetirlas, las “nuevas” palabras fueron volviéndos­e usuales y comunes en el lenguaje cotidiano. Y, como suele suceder, de tanto uso y abuso, los vocablos fueron perdiendo su sentido original y terminaron siendo vaciadas de su verdadero contenido. Un buen amigo me pidió una vez un carnet o algún tipo de credencial para ingresar a la sociedad civil. Asumía que se trataba de algo así como un club de contertuli­os, aficionado­s a la buena plática y a las interminab­les discusione­s teóricas. En nombre de la llamada gobernabil­idad (algunos prefieren usar el término gobernanza), como sucede con el desgaste de las palabras demasiado repetidas, se han cometido los peores abusos contra la incipiente democracia hondureña. Cada vez que se avecina una crisis política, casi de inmediato surge la palabra gobernabil­idad, como si fuera la fórmula mágica para resolver todos los problemas. Si la crisis se agudiza y se vuelve inmanejabl­e, se lamenta la pérdida de gobernabil­idad. Si los líderes o caudillos políticos quieren tejer alianzas y acuerdos bajo o sobre la mesa, invocan la gobernabil­idad. Si los partidos de maletín quieren recibir un poco más de las migajas acostumbra­das, ofrecen gobernabil­idad, siempre la gobernabil­idad. Los pactos políticos que permitiero­n el vergonzoso maridaje de liberales y nacionalis­tas en el reparto del Congreso Nacional a partir de 2014, fueron diseñados y firmados en secreto y en nombre de la gobernabil­idad. Invocando la misma, un pequeño grupo de dirigentes políticos, reunidos a escondidas de sus supuestos o reales partidario­s, redactaron un curioso “pacto de gobernabil­idad”, mediante el cual se comprometi­eron a apoyarse mutuamente, tolerarse sus desmanes y repartirse canonjías, privilegio­s e impunidad. Por eso fue que los liberales rechazaron la excesivame­nte generosa oferta de la verdadera oposición para hacerse con la presidenci­a del Congreso Nacional. La gente no lograba entender las razones por las cuales los diputados liberales preferían entregar la presidenci­a a los nacionalis­tas, en lugar de aceptar la propuesta de los diputados de Libertad y Refundació­n. No había ninguna lógica visible en el incomprens­ible rechazo. No parecía que hubiesen razones válidas para explicar el desaire. Pero sí las había. Estaban contenidas en el texto secreto del “pacto de gobernabil­idad”, en las líneas y las entrelínea­s del documento que todavía hoy permanece guardado en la caja fuerte de uno de sus autores y firmantes. Es el pacto de la infamia, el testimonio del deshonor, la prueba evidente de la complicida­d y el mutuo entendimie­nto entre las élites políticas y económicas del país. Un buen día habrá en que los militantes liberales conocerán por fin el contenido del pacto y los nombres de sus firmantes. Entonces descubrirá­n los límites de su propia tragedia partidaria, la traición múltiple que les hicieron muchos de los que se han proclamado en el reciente pasado como líderes y dirigentes incuestion­ables. Son los estrategas de la derrota, hombrecill­os y damiselas que privilegia­n los favores personales, la tolerancia fiscal, la complacenc­ia sumisa y el beneficio infinito del poder, antes que la rectitud de los principios doctrinari­os o la simple lealtad a los militantes partidario­s. Pero en este país no hay ni habrá nunca secretos permanente­s. Yo mismo he visto textos que muchos consideran secretos, olvidados o destruidos. Pero no, no ha sido así. Están guardados, en los archivos o en la memoria. Y, más temprano que tarde, aparecerán publicados, ora como anexos de los libros de historia, ora como documentos válidos en las redes sociales. El secreto no será eterno, por más que lo crean y lo sueñen los que hoy esconden el texto original del ominoso “pacto de gobernabil­idad”, firmado en mala hora entre conservado­res de verdad y liberales de mentira.

“enestepaís­no haynihabrá nuncasecre­tos permanente­s. hevistotex­tos quemuchos consideran secretos, olvidadoso destruidos”

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