Líneas rojas en China
La diplomacia no es un oficio fácil y quizá por eso no hay muchos diplomáticos buenos, aunque yo soy amigo de alguno excelente. Lo que hace bueno a un diplomático es solucionar problemas, evitar conflictos, encontrar soluciones. A veces, cuando los enfrentamientos son ya añejos y la madeja está totalmente liada, el diplomático prefiere no afrontar la cuestión y dejar que siga sin resolverse. Pero el buen diplomático, el que de verdad ama no solo su oficio sino al país que representa y a las personas que sufren por la existencia del conflicto, no duda en meterse en harina para intentar algo en lo que otros han fracasado. En el caso de la Iglesia, siempre se ha dicho que tiene la mejor diplomacia del mundo, lo cual no significa que no haya cometido errores. Al frente de la misma hay hoy un equipo al que tengo por más que suficientemente preparado. El cardenal Parolín, que está al frente de la misma, se las tuvo que ver con Chaves en Venezuela y este no dudó en insultarle y maltratarle a su antojo. Ha hecho declaraciones sobre temas espinosos, como la cuestión de la acogida a los emigrantes en Europa, que estaban llenas de sentido común y que matizaban incluso lo que decía el propio pontífice. Por eso no me gustan los insultos con que le están obsequiando estos días por su implicación en una de las cuestiones más difíciles que tiene que afrontar la Iglesia: el intento de normalizar las relaciones con China. La cuestión es la siguiente: con la llegada de los comunistas al poder a China, todas las religiones quedaron sometidas al control del Estado. En el caso de la Iglesia católica, eso no implicó cambios en la liturgia ni tampoco en la enseñanza moral, pero sí en un aspecto importante del dogma: la primacía del Papa y, como consecuencia, su autoridad única para nombrar obispos. Los chinos consideraron que eso significaba una injerencia de un Estado extranjero y persiguieron a los que no quisieron separarse de Roma