Compromiso común
M ás allá de la renuncia del señor Jiménez Mayor e independientemente de las razones que lo llevaron a hacerlo, lo que los hondureños debemos tener claro es que la lucha contra la corrupción y la impunidad es un deber patriótico que todos debemos cumplir; no importa si lo hacemos o no con ayuda externa, no importa a qué partido político pertenezcamos, no importa nuestra filiación religiosa. La corrupción es un cáncer que corroe las entrañas del desarrollo, y la impunidad es una grave injusticia que no debe ser tolerada por nadie. Cuando, en algún momento, el presidente Hernández expresó que estaba dispuesto a luchar en contra de los corruptos, incluso si fueran de su propio partido, y pronunció la frase “caiga quien caiga”, la ciudadanía entera aplaudió entusiasmada. Casi de manera simultánea, y ante el clamor de la ciudadanía, se organizó la Maccih para acompañar al Gobierno en la anunciada lucha. Era lógico imaginar que el trabajo no iba ser fácil, puesto que las personas acostumbradas a corromper y a corromperse, así como aquellos acostumbrados a delinquir sin temor a la justicia, no iban a acceder obsequiosamente a cambiar, repentinamente, de modus
operandi o aceptar verse tras las rejas. Pero, si bien es cierto, estos dos deleznables vicios individuales y colectivos: la conducta corrupta y la comisión de delitos en un marco de impunidad, son universales, no por eso deben ser aceptados como una fatalidad ineludible. El ranking de transparencia, que lo hay, de los distintos países del planeta nos muestra que hay naciones que han logrado que, tanto los funcionarios de Gobierno como los empresarios y la población en general, entiendan que el bienestar común está por encima del particular y que los fondos destinados a aliviar las necesidades de las mayorías tienen un carácter sagrado, son intocables. En el fondo es una cuestión de educación. A nadie se le ocurre una Maccih o una Cicig en Dinamarca o en Suecia, y sus habitantes son tan humanos como nosotros, pero su nivel educativo los lleva a asumir un sentido de responsabilidad social que en Honduras aún no se da. Lo importante es que vayamos adquiriendo conciencia sobre la urgente necesidad de que, tanto en la casa como en la escuela, se cultiven esos valores éticos y morales, cuya ausencia hace posible que se dé la corrupción y que los jueces tuerzan los juicios por miedo o por ambición y den lugar a la impunidad. Este debe ser un compromiso común, sin distingos, sin excepciones, sin privilegios.