Diario La Prensa

Y era de noche

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n una de las narracione­s de la Pasión del Señor, cuando dice que Judas abandona el Cenáculo y se dirige a entregar a Jesús, se señala que para entonces ya era de noche. A lo largo de los siglos los hermeneuta­s, los estudiosos de las Sagradas Escrituras, han interpreta­do de distintas maneras ese breve texto. Es evidente que, en primer lugar, el autor sagrado quiere indicar que ya se ha puesto el sol, pero, además, como en tantos otros textos de la Biblia, hay tras esa simple frase una profunda riqueza significat­iva en la que vale la pena detenerse. Entonces, no hay que olvidar que esa noche fue terrible. Fue la noche en que Jesús es aprehendid­o en el Huerto de los Olivos, en la que es atado, salvajemen­te golpeado y torturado; la noche en que todos sus amigos lo abandonan y lo dejan a merced de unos soldados ignorantes y brutales que se divierten a su costa; la noche en la que Pedro, aquel que había jurado dar la vida por Él, por temor a una sencilla sirvienta, niega haberlo conocido. Aquella noche Jesús no tuvo descanso. Fue llevado de un sitio a otro, entre burlas y empujones porque sus captores esperaban que se hiciera de día para poderlo presentar ante Pilato y así acusarlo formalment­e ante la autoridad romana, la única que podía ejecutar una sentencia de muerte. Porque estaba claro que la suerte de Jesús ya estaba echada. Hay que pensar también que desde tiempo atrás, difícil saber cuándo, la noche se había hecho en el alma de Judas Iscariote. Durante los últimos tres años había estado en el círculo de los predilecto­s, tenía acceso privilegia­do al Maestro, había sido testigo de sus múltiples milagros y escuchado de cerca sus enseñanzas. Pero algo pasó en su interior: envidia de la fama de Jesús... odio hacia los tres más cercanos (Pedro, Santiago y Juan)... deseo de venganza hacia el Imperio Romano... quién sabe...el asunto es que aquella noche cerró trato con las autoridade­s religiosas judías y, con un beso en la mejilla, les señaló a quien deberían detener y enjuiciar. Veinticuat­ro horas después perecería colgado de un árbol, arrepentid­o, pero no enmendado y pasaría a ser, desde entonces, símbolo de traición e hipocresía. Hoy, más de dos mil años después, nos sigue conmoviend­o la noche de aquel primer Jueves Santo: noche de intimidad en el Cenáculo, noche en la que Jesús, como narra san Juan en su Evangelio, abre el alma a sus amigos y les da el mandamient­o nuevo, que se amen unos a otros. Noche en la que se inauguran los hechos que llevarán la redención al mundo entero. E

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