El peso de los días
Una de las ganancias que se va obteniendo del paso de los años es la perspectiva de vida que se va adquiriendo. Cuando somos jóvenes acostumbramos a emitir juicios radicales, sin tamizar y sin ningún tipo de matiz. Luego, llegamos a darnos cuenta que nadie es tan perverso como para que no haya en él un rescoldo de bondad y nadie tan bueno como para que no anide en él una pequeña envidia o un mínimo de egoísmo. Seres humanos químicamente puros, no existen. La vida, sin duda la mejor maestra, nos va dando lecciones que tontos seríamos si no las aprovechamos. El dolor, para el caso, el sufrimiento, puede hacer de nosotros hombres o mujeres fuertes, recios, sólidos, como pasados por el fuego, resistentes como el mejor acero; pero también puede volvernos tristes y amargados, groseros, metidos en nosotros mismos, indiferentes ante los padecimientos y las necesidades de los demás. Los seres humanos, en general, tendemos a olvidar que hay en todos un deseo de trascendencia, de dejar algún tipo de huella en el camino de la vida. Esa huella puede generar inspiración o rechazo, interés por imitar o por tirar al cubo del olvido. Porque hay huellas luminosas y otras que producen repugnancia, como las de las babosas, las de las sanguijuelas. Al final es un tema de decisiones libres. En la medida en que vamos madurando, vamos construyendo una imagen, un prestigio, una buena, o mala, fama. Cada acto que realizamos, cada palabra que decimos se van encargando de definir un perfil, una personalidad. Y ese perfil, esa personalidad va repercutiendo en la gente que nos rodea, en la familia, en el trabajo y en la vida social. Porque resulta que, a menos que seamos anacoretas o ermitaños, la convivencia diaria nos obliga a influir sobre los que nos rodean. Así como una piedra que se lanza a un remanso de agua produce una serie de ondas, en nuestro día a día, suscitamos conductas y pensamientos en los demás, influimos sobre ellos. Por lo anterior es necesario que, conscientes de la buena o mala influencia que podamos tener sobre los demás, luchemos, diariamente, por hacer de nuestros años, de nuestras relaciones, de nuestros hechos, ocasiones para sembrar deseos de mejora, optimismo y alegría a nuestro alrededor. Sirve, como ejercicio, pensar en qué dirían nuestros deudos si se expresaran con brutal sinceridad durante nuestras pompas fúnebres. Que diría nuestra esposa, nuestros hijos, nuestros colegas, nuestros amigos y conocidos. Seguramente dirían verdades que, en vida, nos habría dolido escucharlas. No esperemos, pues, a que ese día llegue. Que el peso de los días nos sirva para mantener una guerra constante en contra de nuestros defectos, para que aquellos con los que convivimos tengan más posibilidades de ser felices y nos recuerden, sinceramente, bien, cuando marquemos boleto de salida.
“ELDOLORPUEDE HACERALAS PERSONAS RESISTENTESCOMO ELACERO, PERO TAMBIÉNTRISTESY AMARGADAS”