Echados de su propia casa
Uno de los más grandes problemas sociales que enfrenta hoy el país es el drama que viven miles de hondureños que se ven obligados a abandonar sus casas de habitación, ya sea porque la zona en que viven se ha vuelto sumamente insegura debido a la presencia de bandas criminales o porque han sido literalmente expulsados de ella por individuos y grupos que actúan al margen de la ley. Sobre todo en Tegucigalpa, Comayagüela y San Pedro Sula hay barrios y colonias en los que abundan propiedades en venta, propiedades que difícilmente encontrarán un comprador porque es de sobra conocido que sus dueños han salido huyendo del lugar debido a amenazas de parte de los extorsionadores u otros delincuentes y nadie quiere correr la misma suerte que los propietarios originales. Así, donde antes hubo pequeños negocios familiares e incluso restaurantes montados por ciudadanos de origen chino no hay hoy más que construcciones abandonadas u ocupadas por pandillas dedicadas a cometer todo tipo de fechorías al amparo del terror que infunden en vecindarios enteros. Este hecho lamentable tiene dos tristes repercusiones: por un lado representa el final del sueño, por todos acariciado, de poseer un techo propio, y que significa alguna seguridad para la descendencia, y, por el otro, el desamparo de una familia que debe buscar un nuevo domicilio, con todo lo que eso significa. Encima, algunos grupos familiares han tenido que emigrar a otra ciudad, del interior sobre todo, porque han recibido amenazas o han visto morir a alguno de sus miembros y temen ahora por su propia vida. En algunos casos, las fuerzas del orden han llegado a las zonas afectadas y, durante un tiempo, han garantizado la seguridad de los pobladores, pero una vez que estas se retiran los malvivientes vuelven a las suyas y siembran de vuelta el miedo y la zozobra. A veces la situación se ha complicado tanto que las mismas postas policiales han quedado abandonadas y nadie se atreve a poner en su sitio a los enemigos de la paz y la convivencia ciudadana. Para terminar con este flagelo hace falta una labor bien coordinada entre la ciudadanía honrada y los entes encargados de velar por la seguridad pública; hace falta el desarrollo de una cultura de la denuncia que se sobreponga al miedo; hace falta que los órganos encargados de impartir justicia actúen con la severidad necesaria para poner en la cárcel a los culpables de estos hechos. Solo así miles de compatriotas podrán despertar de esa pesadilla.