Antes de que el nido quede vacío
En cuestión de semanas, Juan Diego, nuestro quinto hijo, se irá al otro lado del mundo, gracias a la generosidad del Gobierno de Taiwán, a continuar estudios universitarios. Nos quedan en casa todavía tres más que, más temprano que tarde, también alzarán vuelo. Es asunto de ley natural: los esperamos con ilusión, los vemos crecer y madurar y, luego, así como los árboles cuando tienen los frutos en su punto, debemos soltarlos para que, a su vez, repitan el ciclo vital de la mejor manera. Al final quedamos como empezamos, uno frente al otro, ricos en recuerdos, unos dulces, otros francamente amargos, y en una casa más silenciosa de lo que nos gustaría, en la que ahora hay camas y guardarropas vacíos, una mesa de comedor que nos queda demasiado grande y rincones llenos de imágenes que se van difuminando a pesar de nuestra resistencia. Para muchas parejas, este es un momento de crisis. He visto a más de una preguntarse si aquella relación sigue teniendo sentido o dispuesta de resignarse a una convivencia ayuna de alegrías y emociones. Son matrimonios que no supieron prever su “nido vacío” y que cuando se van los hijos se sienten perplejos ante una situación que no atinan a gestionar adecuadamente. Sucedió que, una vez que comenzaron a llegar los hijos, cometieron el error de poner en segundo plano su relación conyugal, pasó que los hijos se convirtieron en el único tema de conversación y la distribución de los tiempos y los espacios dependieron exclusivamente de sus necesidades y apetencias. Así dejaron de cultivar esa amistad que un día los acercara y de buscar los indispensables momentos para estar solos y mantener esa proximidad física, psíquica y afectiva que tanto beneficia a la pareja. No obstante, el amor incondicional y sin límites que sintamos por los hijos de todos los esfuerzos que hagamos para darles lo mejor de nosotros y para procurar su felicidad, los padres no debemos olvidar que algún día se irán ( y si no se van es que algo no anda bien) y que quedan ante nosotros años o décadas en los que la única persona a la que hay que atender es aquella con la que una vez decidimos fundar una familia, que hemos llegado al final de una ruta antes trazada y que ahora debemos recorrer un sendero nuevo, por ello se marcha con menos brío, pero no con menos ilusión y alegría. Antes de que quede el nido vacío hay que verlo venir y prepararse para él. Si lo hemos hecho a conciencia queda un buen trecho de felicidad.
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