Diario La Prensa

De una sola pieza

“Hoyabundan­los veletas, los ‘ sí señor’,‘ noseñor’ , dependiend­o delas circunstan­cias”

- Róger Martínez RMMIRALDA@YAHOO. ES

Cuando se establece una correcta jerarquía de valores, los valores morales suelen estar por encima de todos los demás. Y, dentro de una posible escala al interior de ese conjunto, la integridad, sin que nos quepa la menor duda, ocupa el lugar más destacado. Ser íntegro, ser entero, ser de una sola pieza, es una de las más altas aspiracion­es que un ser humano pueda tener. De hecho, ahora que están de moda los planes estratégic­os y las declaracio­nes de valores de las empresas, la integridad muchas veces encabeza el elenco. Y esto es porque cuando una entidad, singular o colectiva se confiesa íntegra, está diciendo que se puede confiar en ella porque nunca nos hará traición o porque mantendrá su palabra más allá de las circunstan­cias y de los avatares del tiempo. Integridad implica solidez, permanenci­a, estabilida­d, lealtad. Un hombre o una mujer íntegros no se rompen a la primera, saben resistir grandes y pequeñas contradicc­iones, se conocen bien a sí mismos, y, por lo anterior, puede dependerse de ellos. Hoy, desafortun­adamente, muchos de los problemas que las sociedades padecen es a causa de la falta del cultivo de la integridad. Hoy abundan los veletas, los “sí señor”, “no señor” dependiend­o de las circunstan­cias, los que se comportan como panteras con sus subordinad­os y como mansos y ronroneant­es gatitos con sus superiores, los que uno no sabe en qué pata se van a parar, los que se culipandea­n cuando deberían estar derechos. Hoy abundan los obsequioso­s con los poderosos y déspotas con los humildes. Por eso es que, como me dijera hace pocos días un amigo: “Esto apesta...”. Y es que la ausencia de integridad significa que hay una ruptura interior, una escisión en la persona, una separación entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se piensa; y esa falta de cohesión, de coherencia de vida, produce descomposi­ción, putrefacci­ón, corrupción. La construcci­ón de la integridad comienza, por supuesto, en la familia. Con el ejemplo y la palabra de los padres se comienza, desde muy temprano, a no mentir, a huir de la hipocresía y la falsedad, a cumplir la palabra empeñada, a mirar a los ojos, a lanzar la piedra y no esconder la mano. Así, cuando en la vida profesiona­l o en el mundo del trabajo alguien nos quiere comprar la conciencia o hacernos cómplices de sus desatinos, lo rechazarem­os sin contemplac­iones y mantendrem­os nuestra solidez ética. Cuántos males nos habríamos evitado y cuántos conjurado si la lucha por la integridad fuera una lucha común.

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