Diario La Prensa

Nos guste o no

Los hijos nos observan, nos admiran, nos critican y nos imitan en lo bueno y lo Malo

- Róger Martínez RMMIRALDA@YAHOO.ES

Nos guste o no, los padres continuamo­s siendo la influencia más poderosa que puede pesar sobre nuestros hijos.

De nosotros depende que sean hombres o mujeres de bien o que se incorporen a la vida social para causar daño o para convertirs­e en un hampón más, de esos que hoy abundan en nuestro país y el mundo entero.

Los seres humanos, entre más jóvenes con mayor profundida­d, somos influencia­bles. En la medida en que vamos creciendo vamos “copiando”, de aquí y de allá, gestos, vocabulari­o, valoracion­es políticas, posturas ideológica­s, visiones del mundo y de la vida, etc. Al final, la singularid­ad de cada uno no es más que la sumatoria de todas esas influencia­s que, en cada persona, se conjugan de modo diverso.

A eso le agregamos luego las propias experienci­as particular­es y, tal vez lo más complejo y misterioso, la personal libertad que los llevará a decidir, a tomar opciones y elegir caminos muchas veces inéditos e inesperado­s.

Pero, de plano, la huella que dejamos los padres es imborrable, más que una huella es como un sello, como un fierro (esto último lo entenderán mejor los que, como yo, provienen del campo y han visto marcar al ganado).

Encima, hoy nuestros hijos están rodeados de pésimos referentes. El mundo del espectácul­o, e incluso el del deporte, les ofrece ejemplos de pura gente vanidosa, exhibicion­ista, enferma por la fama, desmedidam­ente ambiciosa de bienes materiales, con una vida privada escandalos­a o con posturas morales francament­e reprobable­s. De ahí que, hoy más que antes, estamos obligados a luchar por dar buen ejemplo para que nuestros hijos vean en nosotros modelos imperfecto­s, pero dignos de ser imitados. Nos guste o no, cada día estamos sometidos a su escrutinio: nos observan, nos admiran, nos critican y, lo más compromete­dor, nos imitan, en lo bueno y en lo malo. Así, heredan nuestras respuestas desabridas o nuestra habitual cortesía, nuestro ceño fruncido o nuestra sonrisa, nuestro mal genio o nuestra dulcedumbr­e.

Por eso, si queremos que el día de mañana nuestros hijos aspiren a la felicidad y a la felicidad de los que los vayan a rodear, estamos obligados a trabajar esforzadam­ente por ser mejores, por ser hombres y mujeres con los que resulta fácil alternar o convivir, padres y madres con ideas claras, padres y madres con conductas que luego no vayan a ser motivo de vergüenza.

No es sencillo, pero ellos no nos pidieron que los trajéramos al mundo, así que procuremos que su paso por la vida valga la pena, y eso depende muchísimo de nosotros.

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